Me gustan los hombres feos. Yo no los veo así, claro,
pero el resto del mundo se empeña en decirme que lo son, así que debe ser
verdad. Cuando una inmensa mayoría te dice: Ed Harris es calvo; Kevin Spacey,
fondón; John Hurt, una pasa arrugada; Donald Sutherland, el clon de Mr. Spock;
Alan Rickman, más soso que un sandwich de pepino, y Sam Neill, todo orejas, no
te queda más remedio que asumir que te gustan feos.
¿Pero acaso es culpa mía que los morritos de Brad
Pitt me dejen indiferente, los músculos de Tom Cruise me aburran y Richard Gere
siempre me haya parecido un bizco cejijunto?
¿La atracción por un determinado aspecto físico es
una cualidad innata o adquirida? ¿Nos gusta siempre el mismo tipo de persona?
¿Nuestras hormonas responden a un determinado modelo y únicamente ante ése? ¿O
los gustos, como la moda, cambian cada temporada?
Hay a quien le gustan las mujeres extremadamente
delgadas, altas y de pelo corto, mientras que otros salivan en cuanto ven
curvas y melena. El ‘alto, moreno y de ojos azules’ es ya un estereotipo de
príncipe azul entre el gremio femenino de las bellas durmientes. Pero si digo:
me gustan calvos y con tripilla, la gente me mira como si yo fuese un paso
atrás en la evolución darwiniana.
¡Reivindico mi derecho a que me gusten los hombres
oficialmente feos sin ser considerada el eslabón perdido entre el hombre y el
mono!
Porque, al fin y al cabo, el mundo es nuestro. Por
cada Angelina Jolie, somos millones de Cármenes Machi; por cada George Clooney,
sois miles y miles de Antonios Resines.
Así que, como dijo el gran filósofo Osgood
Fielding III: Nobody’s perfect
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