Navidades y tal y cual




Alguien más en Oviedo está hasta los mismísimos de los papá noeles escaladores. :-)



De entrevistas y entrevistados







Es curioso esto de hacer entrevistas. Ahora, al menos, aunque seas un lerdo en cuanto a la biografía del entrevistado, existe la Wikipedia y San Google para suplir tus carencias, pero no hay nada que supla a un interlocutor más seco que la mojama o con menos ganas de responder preguntas que Dalton Trumbo ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Algo, que por lo que se ve, no fue lo que le ocurrió a Juan José Millas con Felipe González.


Uno elabora el requerido cuestionario con más o menos amor y cuidado, dependiendo de a quién le toque asaltar con preguntas a veces tan íntimas como si lo conocieras de toda la vida (de ésta y de alguna otra), sin saber nunca qué será de ellas. Los hay que con la primera ya tienen bastante y las demás te las tienes que comer con patatines porque la verbosidad es tal que te cae encima como una losa que te asfixia sin dejarte oportunidad alguna para escapar. Como mucho consigues colocar un aha o un pero que no pasan de ahí, mientras piensas: ¡Horror! ¿Y qué hago yo con esto?

Otros, por el contrario, despachan 20 preguntas en diez minutos y te ves obligado a improvisar sobre la marcha cualquier cuestión, sea profunda o baladí, con la desesperación de saber que te esperan dos páginas tamaño sábana que no sabes cómo llenarás.

Hace poco tuve la mala suerte de encontrarme con uno de estos (un renombrado escritor que tardé menos y nada en eliminar de mi biblioteca), y digo mala porque si la verborrea es terrible, la parquedad es aún peor. Cuando te encuentras charlando con alguien con el aspecto de estar aburriéndose como una ostra, que no recoge ni los guiños ni los guantes y que te mira como si fueras transparente, lo único que te apetece es ponerle la grabadora de sombrero y recordarle que nadie le obliga a estar ahí. A mí sí, que como de esto, y por eso, claro, aún no le he estampado la grabadora a nadie en el occipital.

Cuando son telefónicas, la cosa es más llevadera. Siempre puedes matar el rato resolviendo un crucigrama o, como cuentan mis compañeros que hice alguna vez en aquella Voz de Asturias de hace 20 años (por más que yo no lo recuerde), limándote las uñas.

Aunque en esto de las entrevistas, la más curiosa que me tocó fue la que le hice a un ex director general de la cosa del medio ambiente que, para mi desgracia, venía acompañado del entonces presidente del Principado. Hasta ese momento yo pensaba que los espontáneos eran sólo cosa del toreo, pero allí mismo descubrí que florecen en todos los campos, porque me encontré con que a cada pregunta mía obtenía dos contestaciones: la del ex director y la del presidente. Y eso que siempre le acusaron de dirigir un Gobierno falto de respuestas. 

¡Qué engañados estaban!


Barrio 'low coast'







El barrio en el que vivo no es ninguna pradera, desolado paisaje de antenas y de cables, cantaba Joaquín Sabina. El mío, mi barrio, ese en el que nací y al que el péndulo de la vida me ha devuelto, es desolado y tiene antenas y cables, pero también tiene un paisanaje que a veces me hace creer que vivo en un Cicely pasado por la cámara de Fellini. Cuando pienso que ya no puedo topar con nadie más raro, ¡zas!, algún vecino me demuestra lo equivocada que estoy.

La señora M…, con quien comparto dos patios interiores y resoplidos en la escalera cuando coincidimos en la empinada ascensión, tiene la costumbre de salmodiar cada mañana en el cuarto de baño una inquietante letanía, mezcla de oración y de conjuro santero, que, lo confieso, me pone la carne gallina. Saca el mal de su cuerpo, Señor, no permitas que entre el pecado, Señor, ayúdale en su camino, Señor… Todo esto (y más, porque la cosa dura bastante) salpicado de suspiros y quejidos que ya me ponen, directamente, los pelillos de punta.

El señor R…, y digo señor porque, a pesar de sus prácticas que ahora conoceréis, tiene aspecto de no cumplir ya los 35, comparte vivienda con varias generaciones de una familia más que numerosa, por lo que tiene por costumbre llevarse a su novia a retozar a la furgoneta. Esta afición no tendría nada de rara si la susodicha furgoneta estuviera aparcada en el Naranco o en algún otro lugar igual de solitario y asilvestrestrado, pero la furgoneta está en mitad de una plaza peatonal por la que circula medio barrio y a la que se asoman demasiadas ventanas. Y el señor R… no es de los que conocen la palabra discreción. Supongo que sus preferencias por el sexo motorizado se deben a un problema de espacio en su hogar, aunque bien podría ser aficionado al riesgo y a la exhibición. Vete a saber.

Ya curada de espantos, pensaba yo, anoche me sorprendió descubrir una nueva utilidad del portero automático, ignorada hasta entonces por mí.

Desconozco quien de mis encantadores vecinos decidió ponerse a retransmitir, a las once de la noche y a grito pelado, la hogareña estampa que ofrecía su salón a esas horas. Era mujer y por sus comentarios, una potencial tertuliana de Sálvame, tanto que estuve en un tris de convertirme en su agente y negociarle un contrato con Jorge Javier.

Ahora encienden la tele, María se levanta y va a mear. José cambia de canal… ¡Nooo! ¡No llaméis a la policía! ¡Socorroooo! Ahora me quiere pegar, qué mala persona. ¡Oeeeee! ¿Hay alguien ahí fuera? ¡¡No quiero callarme!! ¡¡Dejadme en paz!!

¿Quién dijo que mi barrio era low coast? ¡Si es de lo más high coast! Pero en chifladura.








Foto de mrfanjul

Multitarea






Soy de otra generación, no me queda otro remedio que admitirlo. De una limitada y poco preparada para la vida de este siglo XXI, al contrario que esa a la que pertenecen mis hijos, multitarea y funcional, como las modernas impresoras-scaner-fotocopiadoras-fax y qué se yo cuántas cosas más, todas en un mismo paquete. A mí, que me cuesta un triunfo escribir algo más serio que la lista de la compra con música de fondo, me admira y me sorprende contemplar a mis retoños leer a Harry Potter con el mp3 atronando Linkin Park en sus oídos, al mismo tiempo que vigilan que ningún monstruo volador masacre a su personaje, inmerso en el mundo virtual del video juego de moda.

Yo, me temo, terminaría por empeñarme en que mi valiente arquero lanzara hechizos alojomora a diestro y siniestro y si consiguiera sumergirme en la lectura de las tribulaciones del joven mago dejaría de escuchar, ipso facto, cualquier música que estuviera sonando. Y viceversa.

¿Cómo lo hacen? Ni puta idea, pero ya me gustaría saberlo. Así sería capaz de planchar, escribir y ver una película a la vez, y multiplicar por tres mi tiempo. Y eso, para una gran procrastinadora como yo, sería un lujo impagable. Claro que luego derrocharía esas horas de más en tumbarme a la bartola a ver la vida pasar, con lo que mi productividad no serviría para nada, desde un punto de vista macroeconómico. Pero ya desde mis lejanos tiempos de la Facultad de las Ciencias de la Información se me daba fatal lo de la micro y la macroeconomía. Así que supongo que seguiré haciendo mis tareas de una en una y cuando se tercie, de cero en cero, que para eso una cree en la teoría de dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy.

Qué tranquilidad de espíritu da conocerse tan bien una misma y comprender que, en mi caso, genética, generación y galbana son tres patas de una misma pereza intrínseca.



Reseña que algo queda




Hoy me estreno en uno de los blogs literarios de mayor prestigio de este país, La Tormenta en un Vaso, donde escriben casi cien escritores y críticos.

Y lo hago reseñando a Ricardo Menéndez Salmón, uno de los mejores escritores que ha dado Asturias en los últimos años.

Toy como una neña con alpargates nueves :-)

Mi particular homenaje a Poe, muerto tal día como hoy hace 161 años







Una excesiva agudeza

Engañarlo resultó tan sencillo que las dudas que habían demorado la puesta en marcha de mi plan me parecieron ridículas. Sabía que quedaban cuentas pendientes entre ellos, así que urdí una fingida trama de espionaje y conspiraciones que amenazaba a la propia corona, y en aquella maraña de verdades y mentiras, espoleado por lo abyecto del personaje, el premio lo cegó: salir victorioso allí donde toda la Prefectura de Policía había fracasado.

Cuando me entregó el objeto que me había convertido en rehén de aquel canalla durante 30 años, sentí que recuperaba al crédulo policía y al joven enamorado que fui una vez, tanto tiempo atrás, cuando el cuerpo de Antoine Boudin apareció flotando en el Sena una mañana de febrero lluviosa y desapacible.

Boudin era uno de los joyeros más famosos de París, capaz de sobrevivir a este siglo convulso, tan pronto republicano, tan pronto monárquico, y ser proveedor oficial de Napoleón y de Luis XVIII, según se inclinara la balanza del poder hacia un lado u otro. Sus joyas eran símbolo de riqueza y distinción, y por su taller pasaba la mejor sociedad parisina, deseosa de olvidar la época en que resultaba más recomendable parecer una fregona que una dama.

Pero allí, flotando panza arriba como una trucha muerta, Boudin no era más que mi primer caso importante, la oportunidad de destacar al fin, tras las anodinas investigaciones que se me habían encomendado hasta entonces. Quizás por eso, mientras rescataban el cadáver de su lecho acuoso, me sentía eufórico y agradecido por el azar que había postrado a mi superior con un fulminante ataque de gota, dejándome a mí el camino libre.

Sabía que tendría que rendirle cuentas de cada uno de mis pasos y que, aun desde el mismo lecho, sería supervisado con estricto rigor, pero si lograba resolver aquel caso, mi ascenso en la Prefectura estaría garantizado.

Las primeras observaciones apuntaban claramente a un asalto, quizás de alguna de las bandas organizadas que operaban en aquellos inseguros tiempos; no sin razón, París era considerada entonces como la capital mundial de la delincuencia. Antoine Boudin había sido despojado de todas sus pertenencias y su cuerpo mostraba signos evidentes de violencia. Una hipótesis que reforzaron las primeras entrevistas que mantuve con su esposa y sus empleados.

La casa familiar era una vivienda de la zona más noble de París, de exterior discreto, pero de un lujo que intimidaba en cuanto franqueabas el umbral. Margueritte Boudin me recibió en un saloncito donde se ocupaba de la correspondencia. Aún hoy, comunicar la muerte de un ser querido es uno de mis cometidos más penosos, pero informar a Madame Boudin de las circunstancias en que había fallecido su marido me resultó extremadamente arduo no bien alzó el rostro para saludarme con una sonrisa que refulgía aún más que las joyas que portaba.

Margueritte Boudin rondaba los 35 años. Era alta y de formas rotundas, como gustan los hombres de las mujeres, y recogía su pelo castaño en un intrincado nido de bucles sobre la coronilla que sujetaba con una diadema de plata.

Tragué saliva y le expliqué lo sucedido con el mayor tacto posible, pese a lo cual, la noticia causó tal impresión en su delicado espíritu que sufrió un desvanecimiento y hube de llamar a la doncella para que la atendiera. Cuando la dama recuperó la compostura me disculpé por tener que importunarla con mis preguntas en tan dolorosas circunstancias, pero se mostró dispuesta a colaborar para descubrir a los canallas que habían cometido tan execrable crimen.

Supe que Monsieur Boudin había abandonado París una semana antes con destino a Amberes para visitar a sus proveedores, viaje que realizaba regularmente. En esos trayectos no solía transportar cantidades importantes de dinero ni de piedras preciosas, por ser hombre precavido, si bien en ocasiones había regresado con alguna alhaja de diseño novedoso que reproducía para sus clientes.

--No se puede descartar, entonces, que portara algún objeto capaz de despertar la codicia ajena –concluí.

Madame Boudin seguía pálida y el esfuerzo de responder parecía estar robándole las pocas fuerzas que le quedaban, por lo que me ofrecí a retirarme y continuar en otro momento con cuestiones tan desagradables. Me agradeció la cortesía con una sonrisa desmayada y yo abandoné la casa como el más miserable de los hombres, capaz de sentir celos de un muerto.

Los empleados de la familia, los domésticos y los del taller, confirmaron el viaje a Amberes de Monsieur Boudin, así como la regularidad con que solía desplazarse tanto a la ciudad belga como a Amsterdam, epicentros del comercio de diamantes, por lo que bien podría el crimen haber sido planeado por alguna banda de ladrones en la creencia de que su víctima portaría una valiosa carga. Asaltar el taller, como pude comprobar, habría resultado mucho más difícil a causa de las innovadoras medidas de seguridad con las que el desconfiado joyero lo había dotado.

La inspección de las orillas de Sena próximas al lugar en que fue descubierto el cadáver no aportó nuevas pistas, como tampoco el cuerpo del infortunado joyero, quien había sido golpeado hasta causarle la muerte.

Durante aquellos días en que husmeé entre confidentes y estraperlistas buscando cualquier pista que me permitiera cerrar el caso con éxito y honores, mis visitas a la viuda menudearon con una u otra excusa y, a pesar de darme cuenta de hacia dónde caminaba yo, no pude, o no quise, impedir la inclinación de mis afectos. Bien sabía que socialmente nunca seríamos iguales, pero me conformaba con adorarla a distancia y prestarle cualquier servicio que pudiera requerir Sin embargo, no peco de engreído si digo que el trato que ella me dispensaba no era en absoluto indiferente, y por un tiempo creí tener la dicha de su amor a mi alcance.

Traté de convencer a mis superiores de la conveniencia de desplazarme a Amberes, pero optaron por solicitar la colaboración de la policía belga vía cablegrama, y en pocos días tuve la lista y descripción de las gemas que Antoine Boudin había adquirido a sus proveedores y optado por llevarse personalmente, en lugar de sumar al resto que serían transportadas de modo discreto y seguro. No eran muchas, tan sólo un puñado de diamantes de talla especial, pero hoy se mata por mucho menos.

Seguirle el rastro a las piedras no fue fácil, pero finalmente dimos con una de ellas, que nos llevó, a su vez, hasta un veterano de las campañas europeas de Napoleón, miembro de una partida de rufianes que operaba en la noche parisina, la más peligrosa del continente. Negó el robo y el crimen, como el resto de sus compadres que conseguimos detener, y juró y porfió no ser más que un simple intermediario, pero el soldado fue identificado sin lugar a dudas como el vendedor del diamante, y todos ellos fueron juzgados y condenados sin remisión.

Así empezó mi ascenso hasta llegar a ser hoy el prefecto de la Policía de París.

Sabía que, una vez resuelto el caso y recibidos los honores, pocas ocasiones tendría de volver a ver a Margueritte Boudin, pero ella dio aliento a mis esperanzas y continuó reclamando mi presencia con fútiles motivos. La última vez que visité su casa antes de que los reos fueran ajusticiados, Margueritte me recibió con un ligero atuendo que desbocó mi pecho de lujuria, y con su hermoso cabello sujeto sólo por una diadema de margaritas de topacio, a juego con sus ambarinos ojos.

--Monsieur G –el delicado tono con que pronunció mi nombre hizo que mi corazón reventara de gozo y esperanza--, la familia Boudin está en deuda con usted, nunca podré agradecerle del modo en que merece el servicio que nos ha prestado.

Se acercó a mí hasta recostar su cabeza en mi hombro. Una bomba de calor me estalló en las ingles, y aquella noche recibí el mejor pago a mi trabajo que nunca soñé obtener.
Cuando llegó el segundo cablegrama de la policía belga, yo ya era irrecuperable.

Al parecer, los rumores sobre el crimen cometido en París se habían ido extendiendo por Amberes y llegado a oídos de un comerciante que, al no ser proveedor habitual de Monsieur Boudin, no había sido interrogado con anterioridad. Se apresuró entonces a informar de una compra efectuada por el joyero, quien le aseguró no poder resistirse a un objeto que parecía haber sido diseñada especialmente para su esposa. La descripción de la alhaja me dejó conmocionado: una diadema de margaritas incrustada de topacios.

¿Podía haber dos diademas iguales? ¿Cómo había llegado a poder de Margueritte una joya que su marido había comprado a 300 kilómetros de distancia, si no era más que entregada por él mismo? No había más que una respuesta. Y yo la conocía.

No supe, hasta que mi error resultó irreparable, cómo Margueritte había planeado el vergonzante crimen con su joven amante, uno de los aprendices del taller joyero, quien se encargó de llevar a cabo el asalto y deshacerse de las gemas para simular un robo. Deduje que la viuda no fue capaz de renunciar a la joya delatora, y que sólo cuando se consideró segura de haber salido con bien de lance se atrevió a lucirla en público.

No me importaron el crimen ni el engaño, estaba más que dispuesto a buscar cualquier justificación: un marido violento, un ataque de locura... Sin ver más que la imagen de la mujer que amaba camino del patíbulo y atenazado por ese horror, escribí la fatídica nota que habría de tenerme esclavizado durante años. Le declaré mi amor y la tranquilicé respecto a una prueba que sería destruida para no poder incriminarla jamás. Yo la cuidaría siempre, le juré.

Pero la nota terminó en manos de ese infame personaje que es hoy nuestro Ministro D y que no dudo ha llegado tan alto gracias a su infinita astucia y a todo tipo de fechorías, para las que ya se demostró entonces muy capaz.

A lo largo de casi 30 años ha medrado a mis expensas y a las de otros, quién sabe con qué burdos chantajes, además de haber culminado su infamia casándose con Madame Boudin, a quien él mismo había convertido en acaudalada viuda.

Todo lo intenté para recuperar aquellas apasionadas frases con las que enlosé mi descenso al infierno, sin ningún éxito. Con cada cambio de domicilio probaba un nuevo enfoque, porfiaba en un registro más a fondo, pero nunca conseguí dar con ella. Hasta que la fama de aquel petimetre llenó los salones de París de admiración y reverencias, tras solucionar el enigma de los terribles crímenes de la rue Morgue. Se me ocurrió entonces servirme de la discordia evidente que existía entre ambos para mis propósitos.

Sé que Dupin me considera despreciable y escaso de ingenio, incapaz de ver más allá de lo simple y evidente, pero si algo he aprendido es que todos tenemos nuestro punto débil y el suyo es la soberbia. Le ofrecí la oportunidad de dejarme en ridículo, de ganarle la partida a ese canalla con el que tenía cuentas pendientes desde hacía tiempo, de cobrar una sustanciosa recompensa (librarme de aquella sanguijuela bien valía 50.000 francos), y de creerse el paladín de la propia reina.

Pobre infeliz. Sé que su natural discreción le impedirá mencionar este asunto en público, más allá de alguna indirecta en los oídos –a su entender— apropiados, que pasará como una excentricidad más de alguien ya de por sí singular. Como estoy seguro de que su rígido código de caballero frenó su natural curiosidad y recobró mi carta sin intentar siquiera leer su contenido.

No me importa admitir que Dupin me supera en perspicacia, pero, como muy bien dejó dicho Séneca, nada es más odioso a la sabiduría que una excesiva agudeza.

Quédese él, pues, con el talento y yo, con mi carta.

Inspirado en  La Carta Robada.

Bibliotrabajando







Tal pareciera que me he tirado cuatro meses dándole al Licor 43, pero no, aún no estoy tan desesperada. Le he dado a la sandía, faltaría más, y a los helados de chocolate de cuya marca no quiero acordarme, y así se pasó el verano para llegar el otoño. Y con él, al fin, el trabajo. No da para comprarme esa casa de indianos que siempre me mira de reojo cuando paso por Ribadesella, pero me alegra el corazón porque al fin he conseguido unir mis dos pasiones confesables (de las otras no puedo hablar aquí): el periodismo y la literatura.

Si os interesa, aquí tenéis la magnífica revista Biblioasturias, que ya era magnífica antes de que yo aterrizara en ella y que espero siga siéndolo a partir de ahora. Y me apropio de la descripción que Pepe Colubi hace de su trabajo en el número 17 y confieso que colaborar en Biblioasturas es un lujo asiático y un honor descomunal.

Beber perjudica seriamente la salud... mental




La crisis de los 40 provoca efectos muy curiosos. Si además resulta que más que crisis de los 40 ya es crisis de los 50 y, encima, le sumas la crisis económica, la crisis laboral, la crisis maternal, y ya puestos, la del ladrillo (es que mi casa se va cayendo de a poquitos, como diría Mafalda), no es de extrañar que hoy me diera por abrir el mueble-bar (el armario del trastero en mi caso), cuyas telarañas se acumulan desde que hace casi tres años me trasladara a este mi nuevo (viejo) hogar.


Yo heredé el mueble-bar como heredé el samovar, las matrioskas, El Manifiesto Comunista y las goteras, pero así como libros y bibelots se han ido yendo con cualquiera que haya pasado por aquí y haya querido llevarse algo, las botellas se han negado a salir del armario. Auténtica vodka rusa (en mi casa, la vodka, como la KGB, siempre fueron femeninas); anís de guindas embotellado por mi madre antes de que el Alzhéimer se llevara esas artes etílicas quién sabe dónde; augardente de oruxo sin estrenar, whiskys varios con el precinto intacto, ron de no sé cuantas leyendas y cava quién sabe si con las burbujas pasadas de moda. ¡Qué derroche de alcohol para quien no sabe apreciar más que algún que otro vino y cualquier sidra mientras no sea del Fugitivo!


Pero, ¡oh, sorpresa!, emboscada tras la Stolichnaya y la Moskovskaya descubrí esta tarde la botella redonda y un poco panzuda del Licor 43. Desconozco si ese brebaje dulce como elixir de amor y espeso como pócima de bruja se bebe en algún otro sitio aparte de en mi casa. Pero ahí estaba la botella, llamándome con cantos de sirena, y yo que siempre fui una fiel seguidora de Wilde, no me resistí demasiado, para qué voy a mentiros. Así que aquí estoy, bebiéndome un cubata de 43 con una Pepsi caducada hace un año (en mi casa somos así de adictos a la cola) y recordando que el último cubalibre de Licor 43 me lo tomé en el viaje de estudios, allá por las guerras del Peloponeso…


Qué mala es la crisis de los 40. Y la de los ninjas, para qué hablar.



Mujeres Asturianas: Consuelo Muñiz



Llevaba seis meses trabajando en La Voz de Asturias cuando conocí a Consuelo Muñiz. Lo mejor de mi profesión, junto con la posibilidad de vivir de lo que escribes (casi siempre) es conocer a personas que de no ser por ese trabajo, difícilmente se cruzarían en tu vida.

Llegué a ella por un reportaje que me habían encargado sobre la Asociación Rosario Acuña de Viudas de la Guerra Civil, de esos que te etiquetan ya antes de salir de la redacción: Que haya mucho interés humano, ya sabes, que llore hasta el linotipista (Hace años que ha desaparecido esta figura de los periódicos, pero también seguimos hablando de los duendes de las linotipias y aún está por demostrar que existan los trasgos adictos a la tinta de impresión).

Hablamos de su historia, que era triste, como la de tantos otros que vivieron aquella contienda y sus consecuencias, porque si las guerras tienen un prólogo, los epílogos suelen arrastrarse durante décadas por las cloacas. En su caso, tras siete años de matrimonio y tres hijos, su marido fue fusilado en el 38 y su cadáver abandonado en Brañadales (Caso).

52 años después, Consuelo admitía recordar mejor su corta vida de casada que el número de teléfono de sus nietos. Tras la guerra se trasladó a Oviedo y se las arregló para sacar adelante a sus hijos gracias a una casa de huéspedes por la que pasaron, entre otros, Alejandro Rebollo, el que fuera diputado y presidente de Renfe.

Y un día, pasados ya los 60 años, Consuelo empezó a escribir poemas para exorcizar los recuerdos del marido muerto. Y quizás porque las palabras no le bastaban, también comenzó a pintar. Y ya nunca paró de hacerlo.

Tenía 80 años cuando la conocí y, una vez escrito y publicado el reportaje, y exenta yo de la obligación de hacer llorar a nadie, volví a visitarla durante un tiempo con la excusa de ser casi vecinas, que de Buenaventura Paredes a Gascona no iba más que un trecho.

A ella no le extrañaba que me presentara de repente una tarde y le llevara pasteles, simplemente me servía un café y volvía a enseñarme la habitación que había convertido en estudio y donde ni un centímetro de pared se veía libre de pinturas

No sé si vendió un cuadro alguna vez o si todos los regaló, ni si queda constancia de las exposiciones en las que tomó parte. Tampoco sé qué fue de ella. Un día me fui a vivir a un barrio en expansión y Pumarín ya no me quedaba en ruta hacia ningún lugar.

Pero si a Guy Pearce la bastaba con decir Rollo Tomasi en LA Confidential para recordar por qué quería ser policía, mi recordatorio contra el desánimo y contra la idea de que es demasiado tarde o soy demasiado vieja, es Consuelo Muñiz.

Ya la alborada resplandece

ya subiste la colina,

ya te bajaron a los bosques,

te acogió la neblina,

ya amanece…

Te azotaron los hombres,

te quitaron la vida.

¡Oh, Señor!

Tú qué das la vida,

¿por qué la quitan los hombres?



Foto de José Vallina (LVA)







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