Por si me sirve de algo, Fernando Poblet me acompaña en el resentimiento







"Yo estaba siempre enfermo. Una de las veces tuve ganglios en los pulmones y el médico de cabecera es de hacer porquerías con las criadas afirmó que eran fiebres tifoideas. Cobré.

Cuando corrigió el diagnóstico, la causa, al parecer, continuaba siendo la misma es de hacer porquerías con las criadas. Cobré, ahora por tísico.

Mi padre me ponía las inyecciones con fruición de banderillero. Inclinábase por la medicina y las curas con yodo o alcohol le producían una satisfacción evidente.

Me retorcía de dolor en sus manos. Recuerdo que a punto estuvo de ahogarme con una jarra de agua porque se me resistían un par de grágeas. Nandín, si te pegan en casa y estás triste, dibuja una gaviota en las cartas que nos escribas...

No resultaba fácil burlar a mi padre. Me obligó a confesar el significado de los dibujos.

Volví a escaparme.

La flagelación fue atroz. Estaba seguro de que me iba a exterminar. Cuando me permitió salir de la habitación donde me había acosado como a un animal ¡anda, defiéndete ahora! ¡Defiéndete si te atreves! no podía creerlo.

Mi madre me curaba con aceite alcanforado y me hablaba con una especie de bondad maléfica --imagino que hoy se diría demagógica-- mientras yo recitaba interiormente un fragmento de Charles Baudelaire que había memorizado porque sentía que se adaptaba a mí como anillo al dedo a través de mi ruina id sin remordimiento y decidme si queda alguna otra tortura para este viejo cuerpo sin alma entre los muertos.

Terminaba de amonestarme y dejaba caer su máxima tú serás un gran santo o un gran diablo. Yo no captaba bien el significado, para mí quería decir: tú serás Baudelaire".



De Tú serás Baudelaire, Ediciones Noega (Gijón, 1983)



Hasta siempre, Ferpo.


Desalojada









Haciendo las maletas... Otra vez.



Foto: El Descubrimiento, de Eduardo Úrculo






Empieza el espectáculo





"¿Por qué la fidelidad tiene que ser la mejor jodida virtud del mundo?"


Joe Gideon



Aquí, el guión original en inglés.


De marinero a minero sólo va un ¡ar! (I)




Mi primer amor fue un marinero ruso.

Aunque nuestro encuentro tuvo poco que ver con un tango, él era alto y rubio como la cerveza y se llamaba Víctor.

Estuvimos juntos una sola tarde antes de decirnos adiós frente a su barco, en el Puerto de El Musel, de Gijón. Yo, en sus brazos, lloraba; tenía cuatro años y era la primera vez que un hombre me rompía el corazón.

Las numerosas ocasiones en que otros lo harían después no llegaron a herirme con la misma intensidad con la que sentí aquel primer quiebro del corazón. Sin olvidar que los otros nunca tuvieron el detalle de ser ni tan altos ni tan rubios, mucho menos marineros rusos, que quieras que no, viste mucho cuando lo cuentas. (En realidad Víctor era un marinero soviético, pero a mí la perestroika me pilló ya mayor y con la revolución por hacer).

Después de Víctor vino un militante del PCE, a cuyas reuniones clandestinas me llevaban mis padres, más porque no tenían otro sitio donde dejarme, que por aumentar la afiliación de las juventudes rojas (aunque, claro, me afilié… a ver qué otra cosa iba a hacer).

El amor, sin embargo, duró poco porque Rubén dejó de ser un minero nashío para la dictadura del proletariado para devenir en eurocomunista castigador y con bigote. (Consecuencia de que la moda hozmartillera la marcara Follardín).

Nunca le perdoné que se cortara la melena que ondeaba al viento con su bandera roja, la misma con la que me robó el corazón una tarde de agosto en el prau de Los Maizales de Gijón, oyendo cantar a Vitorín En la planta 14 del pozo minero.



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Foto: Día de la Cultura, Los Maizales, Gijón, 1976. En la imagen, la bloguera y su hermana, en medio de un mar de caras, entre las que quizás esté la de ZP (si alguien tiene paciencia para buscarlo), un asiduo de esta fiesta.

Cosas que Odio


-- Los cierres abrefácil que no se abren.

-- Los abredifíciles que se abren solos.

-- Los especialistas en marketing que creen que por cambiar el Colón de sitio voy a comprar medio supermercado mientras lo busco.

-- No encontrar la ropa que me gusta porque alguien ha decidido que no está de moda y, por tanto, ha dejado de fabricarse.

-- A quienes no dejan salir antes de entrar.

-- A quienes se empeñan en acabar tus frases como si supieran lo que vas a decir mejor que tú mismo.

-- A los camareros que no escuchan cuando pides tu consumición.

-- La música ajena a todo volumen.

-- Las puertas de los armarios abiertas.

-- Las etiquetas de la ropa recién comprada.

-- La gente que siempre llega tarde.

-- Las baldosas de mi ciudad.

-- Perder el autobús en el último momento.



Foto: Las baldosas 'asesinas' de Oviedo, por si alguien lo dudaba.


Eres responsable para siempre de lo que has domesticado






Creo que las personas mayores son muy extrañas.
… que las puestas de sol son agradables cuando uno está verdaderamente triste.
… que se puede navegar por el espacio interestelar aprovechando la migración de una bandada de pájaros silvestres.
… que si uno se deja domesticar corre el riesgo de llorar un poco.
… que sólo los niños saben lo que buscan.
… que el cordero no se comió a la rosa.
… que el Principín ha vuelto.

Y que, a pesar de todo, sigo ganando por el color del trigo.



Ilustración: Antoine de Saint-Exupéry para El Principito.

Los Búfalos de Durham







"Creo en el alma, en la vagina, en el pene, en la espalda de una mujer, en las bolas con efecto, comida de régimen, un buen whisky, que las novelas de Susan Sontag son una basura desmesurada y sobrevalorada. Creo que Lee Harvey Oswald actuó en solitario. Creo que debería haber una enmienda constitucional prohibiendo los campos de hierba artificial. Creo en el bateador suplente, en la pornografía muy suave, en abrir los regalos el día de Navidad en lugar de en Nochebuena y creo en besos largos, lentos, suaves y húmedos que duran tres días".

Crash Davis

Para verlo, aquí, en español, y aquí, en inglés.

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Interior Noche










Interior noche.
Habitación de hotel.
Dos camas solas,
un armario ropero
y una ventana abierta
en la pared.
Se oyen ruidos de fondo.
La penumbra deja ver,
si forzamos la vista,
el proscenio. En escena,
una mujer.
Tumbada en la cama
parece dormida, pero
en las manos arruga,
con saña, un papel.
El público aguarda.
Ella suspira.
¿Vendrá él?
El tiempo se acaba.
Quizás se incorpore,
tan leve, que no se ve,
al notar, ligero,
un roce sobre su piel.
--¿Eres tú…?
No. No es él.
Tras la ventana amanece.
Empiezan a verse bien
las siluetas.
Dos camas vacías,
en el suelo, un papel,
una ventana abierta
y en el aire que corre
se advierte
el vacío que no ocupa
el cuerpo de la mujer.






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