Estos días me he dado cuenta, más que sorprendida, de que en este blog hablo de mi vida, de los libros que me apasionan y de las películas que me emocionan, divago, hago el chorras y, en general, me divierto, pero nunca me he referido a la música ni a lo que la música hace conmigo y por mí.
Si digo que la música es mi psiquiatra, mi psicólogo y mi terapeuta, todo en uno, no estaría mintiendo, pero me quedaría corta. Porque también es mi confesor, mi consejero, mi Prozac y mi droga más dura. Y siempre, un potente motor para vivir.
Cuando tengo que tomar alguna decisión de esas que creemos trascendentes, me calzo los playeros, me aíslo en los auriculares y me pateo media ciudad, o la que haga falta, hasta que veo las cosas claras. (Si sumara los kilómetros recorridos en determinadas épocas de mi vida seguramente descubriría que he llegado, lo menos, hasta Zurich). La música intimista, cantautores españoles o extranjeros, Jim White, Elliot Smith, Simon Bonney, Fito y los Fitipaldis, Nacha Pop, el Aúte de hace años, Beth Gibbons, Coldplay… me acompañan siempre en esos paseos con destino a mí misma.
Si amanece un día de esos tristones, que ya sabes que te va a costar remontar, elijo música vitalista, luminosa, de ritmo frenético, y no hay melancolía que se resista. Siempre termino cantando por la calle mientras la gente me mira dudando si cambiar de acera para no cruzarse conmigo. Para este objetivo nada como la música discoteca y horteradas varias, tipo Abba, y el tecno pop de los 80 (Alaska incluida) que funcionan con precisión de relojero suizo.
Pero cuando el momento es de esos que ni toda la música creada desde el primer acorde compuesto por vete a saber qué lejano ancestro puede ayudar a superar, llega el momento de Damien Rice o de Jeff Buckley. De temas como Mother, de Pink Floyd (The Wall), Say It Ain't So, Joe, de Murray Head, o el Mad World, de Tears For Fears, en versión de Michael Andrews and Gary Jules. Entonces se trata, no de vencer la angustia, sino de zambullirse en ella hasta su fondo más abisal. Llegar tan abajo, dolerte tanto como puedas, llorar a gritos y autocompadecerte si hace falta (reloj en mano, no le vayas a coger gusto). Tras esa ceremonia de descontrol, descubres que te has purgado, cual mascota desparasitada, y ya puedes volver a salir el mundo como una persona (razonablemente) estable y normal.
Sin embargo, el más curioso de todos los efectos me lo provoca la música clásica. No toda. Aunque disfruto con cualquier estilo y momento histórico, la música antigua hasta el renacimiento y el barroco es para la que debo estar programada genéticamente. Y dentro de ésta, la polifonía sacra. Escuchando misas, motetes, misereres y cantatas no necesito LSD para volar. Más que relajación mental, que lo es, asemeja a un estado alterado de conciencia casi extático y siempre hipnótico. Es fácil entender la exaltación religiosa de nuestros místicos si escuchaban esta música a diario, y si lo hacían, además, en el entorno adecuado, un templo gótico de resonancias armónicas que mi salón y mi aparato de música nunca podrán reproducir.
En jerga, la ida de olla es tal que nunca escucho este tipo de música en el mp3 cuando paseo porque, con toda seguridad, terminaría atropellada por el primer autobús que pasase cerca.
Con todo lo que la música me da, es difícil que no encuentre algo salvable en cualquier estilo, con la única excepción del chill out y el bacalao. ¡Ah! Y Diana Krall, es increíble la capacidad para dormirme en 30 segundos que tiene esta mujer.
Os dejo dos ejemplos de esa música que me arrebata, el Miserere de Gregorio Allegri, con su fascinante historia, y el Spem in Alium, de Thomas Tallis.
Foto: Catedral nueva de Salamanca, de Botikario.net (Flickr)