Todos
habréis oído hablar de crêpes, panqueques y frixuelos, incluso, hasta
habréis probado alguna o todas esas variedades de un mismo postre basado en una
masa de leche y harina de diferente espesor, a gusto del consumidor y de la
zona geográfica en que viva, que, una vez apelmazada, se fríe cual tortilla
francesa y, si se es un virtuoso de la sartén, hasta se le puede dar la vuelta
lanzándola al aire y quedando como dios si el producto final no es un techo o
un suelo entafarrados. Pero estoy segura de que hasta hoy no sabíais que
existía el blínchiki,
resultado de la fusión culinaria del frixuelo y el bliní.
El blínchiki lo inventé yo con seis años pero no lo
elevé a la categoría de arte hasta la adolescencia, con innumerables tardes de
domingo buscando el equilibrio ideal entre leche y harina, azúcar y sal (aunque
sean dulces, deben llevar una pizca de sal para que sean perfectos), huevos y
burbujas fermentadoras.
El
frixuelo es ligero porque lleva más leche y su diámetro es grande como una
tortilla, mientras que el bliní es más pesado por llevar más harina, pero es
diminuto como una tortita americana. Mi blínchiki tiene el tamaño del frixuelo (vamos,
cuanto más grande mejor) y la espesura del bliní, o sea, gordo regordo.
¿Resultado? Una bomba calórica y saciante de la que es difícil llegar a comer
más de tres seguidos en períodos de menos de 24 horas.
Eso,
claro, si no sois miembros de mi familia. La
Mari (mi hermana
mayor, la sensata y ahora pater
familias de esta familia sin
pater ni mater ni perrito que nos ladre) y yo perfeccionamos a los 15 años (yo)
y algunos más (ella) la capacidad ilimitada de ingerir blínchikis como si se trataran de livianas hojas
de lechuga.
Armada
de delantal, espumadera y dos sartenes (para que la producción fuera más rápida
y no se enfriaran los primeros antes de freír los últimos) me gané mi lugar en
el sol (o en el Libro Guiness de los Récords, que viene a ser lo mismo)
llegando a los 20 blínchikis por merienda. Lo malo es que la
merienda era para dos y como sé que sois listos y sabéis dividir, ya habréis
deducido que tocábamos a diez por estómago.
Los blínchikis, además, no se comen
espolvoreados con azúcar, sino que se embadurnan a conciencia de la mayor
variedad posible de mermeladas, si hay una diferente por cada blínchiki, mejor que mejor.
Cuando
iba más o menos por la docena, Mari, la sensata, apuntaba:
--¿No
serán ya suficientes?
Yo,
ni caso. Seguía con mi duplicado de sartenes y platos, y sacudía la espumadera
con decisión.
--Na,
na, con estos no tenemos ni pa’un diente.
A
los 16, Mari ya me miraba de medio lado:
--No
vamos a poder con todos.
Yo,
inasequible al desaliento, seguía dándole a la espumadera.
--Luego
no cenamos, mujer.
A
los 20, la pobre, gritaba:
--¿¿Es
que todavía vas a hacer más??
Y
yo me hacía la ofendida.
--Si
te vas a poner así, paro ya ¿eh?
En
mi casa nos tenían muy bien educadas y nunca dejábamos nada en el plato, así
que si yo hacía 20, 20 que nos zampábamos. (Por si alguien lo estaba pensando)
El
día que la Mari y yo decidimos poner
fin a las meriendas de domingo, mis padres nos encontraron agonizando en el
sofá, tras haber terminado con las existencias de bicarbonato de mi casa y con
tal indigestión que creo que desde entonces mi hermana no ha vuelto a probar un
frixuelo, crêpe o panqueque, y aún menos, un blínchiki.
De hecho, todavía hoy digo blínchiki y se le pone la cara verde. Siempre
fue muy delicada.
Yo,
que soy más bruta que un ‘arao’, no sólo reincidí, sino que inventé el pastel
de blínchikis, que es algo parecido a esa montaña de
frixuelos que el gato de la foto observa con gula lujuriosa, pero con mermelada
intercalada (como las haches ). Por eso ahora mismo estoy al borde de la
muerte, cual boa deglutiendo a una elefante y tirándome de los pelos porque no queda ni un nanogramo de
bicarbonato en mi dulce hogar desbicarbonatado.
¿Alguien
me prestaría una tacita? ¿O me haría el favor de llamar al 112? ¿Pronto?