Dos en la carretera







Mark Wallace: --¿Qué clase de personas se sientan en un restaurante sin                                         dirigirse la palabra?
Joanna Wallace:  --¿Los matrimonios?





Los diez libros de mi vida






El Principito, A. S. Exupéry
Ver sin los ojos


El Conde de Montecristo, A. Dumas
Pasiones desatadas


Ritmo lento, Carmen Martín Gaite
De cerca, nadie es normal


Persuasión, Jane Austen
El amor incondicional


Cyrano de Bergerac, Edmond Rostand
No siempre los finales son felices



La importancia de llamarse Ernesto, Oscar Wilde
Juegos (muy serios) de sociedad


El concierto de San Ovidio, A.B. Vallejo
La vida, ésa gran hija de puta



El caballero de las espuelas de oro, Alejandro Casona
El precio de la coherencia


Poesía amorosa, Quevedo
La inmortalidad de un soneto



La voz a ti debida, Pedro Salinas
Todo el amor y casi toda la muerte



Farenheit 451, Ray Bradbury
La peor humanidad posible


Ni el orden es jerárquico ni es un decálogo real, ya que los diez libros de mi vida son once. No he podido renunciar a ninguno. 


Apostilla. 

Días después de escribir esta entrada, me doy cuenta de que la mala conciencia no me deja dormir  si no incluyo en los diez libros de mi vida Nosotros, los Rivero, de Dolores Medio, y Nada, de Carmen Laforet.  

El 13 siempre fue mi número. 




Imagen: El concierto de San Ovidio.  Montaje de Miguel Narros en el Teatro Español de Madrid, estrenado el 18 de abril de 1986, que me tuvo como feliz espectadora, a pesar de echar de menos a José María Rodero, actor que estrenó la obra en 1962. Fuente: Centro Virtual Cervantes.

Raíces profundas






Odio viajar. No sólo porque me hastía hacer y deshacer maletas, elaborar infinitas listas, organizar itinerarios, coordinar agendas y correr detrás de un autobús que me llevará a otro, que finalmente me depositará en una terminal de aeropuerto en la que primero me aburriré aguardando un turno que nunca es el mío y después me aburriré aún más aguardando un despegue que nunca llega.

No sólo por eso, decía. Intuyo que otro factor importante en mi falta de pulsión viajera son todas esas veces que recorrí los 400 y pico kilómetros que separan Oviedo de Madrid durante el tiempo en que estudié esa cosa que se llama Ciencias de la Información, que de ciencias no tenía nada y de información, más bien poco. Unos cincuenta trayectos, con sus correspondientes maletas hechas y deshechas, cargadas y descargadas, arrastradas y sacudidas, debieron terminar con cualquier afán explorador y aventurero que yo pudiera tener.

Por todo ello, pero también y sobre todo, porque creo que en el reparto de la vida a unos les toca un alma nómada y a otros, una sedentaria, sin una pizca de ave migratoria, aferrada al suelo como las raíces de un baobab se hunden en la tierra hasta ser capaces de horadar un planeta entero y llevárselo con él antes que dejarse arrancar.






Odio viajar. ¿Lo he dicho ya? Sé que suena mal, sugiere inmovilismo, agua estancada, ideas obsoletas, pero no puedo evitarlo. Me duele este defecto mío, hay amigos y ciudades a los que sólo puedo llegar en avión, tras muchas demoras y demasiadas maletas. Siempre con el temor de perder el billete, el vuelo, el equipaje o, aun peor, el camino de vuelta. Tampoco me gustaría morirme sin visitar ese puñado de lugares a los que, cómo no, sólo los libros me empujan: Gales, Irlanda, Escocia, Occitania, Normandía, Florencia, Nueva Orleans... Pero será difícil que lo consiga. 
 
Dice Ricardo Menéndez Salmón en su libro Asturias para Vera, que viajar, ser padre y leer son tres formas de la consolación para tiempos ásperos y difíciles. Una hermosa cita que sólo comparto en dos de sus formas de consuelo: hijos y libros son, además de un bálsamo para cualquier congoja, dos poderosas razones para vivir.  

Aunque sea a bordo de un Boeing 747.


Imágenes: Avenida de los baobabs en Morondova, de Zigomar y dibujo de Antoine de Saint-Exupéry para El Principito.










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