Pereza







Antes, diez amores me duraban un año; ahora, diez años es lo menos que me dura un amor. ¿Será madurez o comodidad?



Foto de Lena Urazaeva

Paradoja








Cada año, siempre en invierno, la primavera te florece en la piel.





Finiquito





Gracias por sus servicios, dijo tras despedirme. Como si no me conociera. Como si no llevara yo un año trabajando para él y él, un año follándome con sus tacones talla 43 y su vestido de puta. Ése que no luce con su esposa.

Mi despedida fue aún más breve. Bastó  un mail a toda la empresa con copia oculta a su mujer. Sin texto. Sólo una foto en que se peina con mimo la falsa melena y me mira desde el deseo. Haz que sea inolvidable, me pidió.

Siempre fui un empleado solícito. Le complací.

Umbrellacrossing







Pierdo paraguas con la prodigalidad de un indiano que vuelve al hogar y la ligereza de un grand jeté de Nijinsky. Se podría decir que más que bookcrossing yo practico una suerte de umbrellacrossing del que se benefician todos aquellos asturianos que se los han topado en un encuentro que los vuelve impermeables y felices. Porque en Asturias, un paraguas es un bien muy preciado, de primera necesidad. A veces, incluso, de perentoria necesidad.

Aquí, quien tiene un paraguas tiene un tesoro, porque aunque podemos ignorar si llegará el verano en junio o pasará de largo, sí sabemos, con inevitable certeza, que la lluvia llegará. Siempre. No importa que ahora te achicharres de calor, después, en unos minutos, cuando más seco te creías, caerá un chaparrón y te irás con medio mar Cantábrico encima y un puñado de algas de regalo.

Nuestros niños aprenden pronto a pisar el prao de los merenderos,  y aun antes, a no dejarse el paraguas en casa por más soles que hayan anunciado los meteorólogos en su pronóstico reservado. Y las madres somos expertas en la compra del artilugio más pequeño y liviano del mercado que nos permita sumarlo a la polvera y al teléfono móvil en el fondo de nuestro bolso.

Yo, además de experta en comprarlos, soy más diestra aún en perderlos. Contar los paraguas que he dejado en bares, oficinas, salas de espera y asientos públicos llenaría un nuevo tomo de esa guía telefónica que casi nadie usa ya. Grandes, pequeños, con lunares, sin adornos, de un aburrido gris o de un esplendoroso bermellón, todos los he ido dejando tras de mí como un rastro de migas de cuento. He pensado hasta en ponerles un chip de identificación para recuperarlos después, pero no estoy segura de si debo ir al veterinario o a la ferretería para que me hagan el apaño.

Algo despistada siempre he sido, que cuando Zipi y Zape nacieron, me obsesionaba el temor de dejarme a uno de ellos por el camino. Quizás por eso en cuanto aprendieron a andar los paseaba atados como una matrona a sus caniches.

Pero asumida mi condición de proveedora oficial de paraguas, lo que me preocupa ahora es que he empezado a olvidar las gafas, el móvil, las llaves y hasta la bolsa de la compra. A estas horas, algún afortunado ovetense se ha comido mi pan de molde y mis yogures, abandonados anoche en la parada de autobús, huérfanos de mí.

Ya he empezado a buscar las correas con que mantenía anclados a mis mellizos para mi próxima visita al supermercado. Saldré con las bolsas colgando como un árbol de Navidad, pero mi estómago quedará satisfecho. Eso, si no las he olvidado atadas aún en torno a ellos. Siempre me pregunté por la naturaleza de ese curioso apéndice que les nace de la cintura como una lustrosa cola de caballo.







Qué alegrías nos da a veces la justicia








La noticia, aquí.

Gatos, gatos, gatos...







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