La
edad madura ha quedado reducida a la década comprendida entre los 50 y los 60,
a tenor
de los jóvenes de hasta 47 años y los ancianos de 60 y pico que pululan por
ahí, según los medios de comunicación. (Para los incrédulos aquí, aquí y aquí).
Que
uno trate de presentarse a sí mismo en los anuncios de contactos como un “joven
de 49 años” (haced esa búsqueda en Google y comprobaréis hasta donde es capaz
la gente de estirar su juventud) tiene cierta lógica, irreal, pero lógica. Pero
que la prensa llame indistintamente joven a un Obama de 47 años y anciano a un
hombre de 61 años sin despeinarse supera el límite de lo absurdo.
Nunca
algo tan objetivo como la edad ha pasado a ser tan subjetivo. Eso de que la
auténtica edad va por dentro tiene un poso de verdad; que hay quien parece
haber firmado un pacto con el diablo por la eterna juventud sin falta de
bisturí, también, como también hay quien parece un octogenario atrapado en un
cuerpo de 25 (conozco a alguno, doy fe de ello). Pero la percepción actual de
la edad es un prodigio de incoherencia.
Todos
hemos oído que los 40 años de ahora equivalen a los 30 de antes, pero yendo más
lejos, cuando Michelle Pfeiffer apareció esplendorosa a sus 50 años en la
Berlinale, lo hizo anunciando al mundo que los 50
actuales “son los nuevos 30”.
Así
que yo, como soy más corta que el polvo de un eyaculador precoz, ya no sé si
soy una joven de 47 o una anciana de 46. ¡Terrible dilema!