Tenías
68 años cuando te anuncié que estaba embarazada. Me regalaste un ramo de
flores y me diste las gracias. Me conformo con vivir hasta que nazca, aseguraste,
convencido de que aquello era lo mejor que podía darte la vida.
Pero
la vida resultó inesperadamente generosa y te regaló dos nietos, quizás porque
tu deseo era tan grande que me llegó a mí para criar gemelos y a ti, para
disfrutarlos durante once años. Te faltaron, sin embargo, cuatro meses para
convertirte en octogenario y pagar aquella comida que tenías apostada desde los
60. Pero te fuiste como hubieras deseado hacerlo, de haber podido elegir: rápida
y discretamente. Sin molestar a nadie.
Naciste
Juan, pero siempre fuiste Juanín, que en esta tierra te llaman así no por
tamaño, sino por cariño. Me enseñaste a caminar, a montar en bicicleta y a
cazar grillos en verano. Pero, sobre todo, me inculcaste que la salvación ha de
ser de todos o no ser de nadie.
Nunca
creíste en la neutralidad ni en la indiferencia, y jamás aprendiste a mantener
la distancia con los demás porque los otros siempre fueron tú. Sabías que nadie
es una isla, por eso viviste dedicado a construir penínsulas a tu alrededor
y a tender sólidos puentes que dejaran el camino abierto para llegar a
ti.
No
sé dónde aprendiste a ser así. Si en aquel Oviedo cercado por la guerra,
en el barco de nombre impronunciable que te llevó antes de cumplir siquiera los
diez años, o en ese país, vasto y helado, que amaste hasta el final, aunque no
siempre lo entendieras.
Tampoco
he descubierto si aquellos que crecen lejos pertenecen a todas partes o a
ninguna. Nunca dejaste de ser el ruso en
España, ni el español en la Unión Soviética. Y si no te
llevaste nada al irte, regresaste con mucho: una mujer, una hija y el ímpetu de
quien cree que hasta el mundo puede moverse con el punto de apoyo adecuado.
En
la España del 57 ya no silbaban las balas, aunque las guerras, sobre todo
aquélla, perviven mucho más allá del último parte que declara terminada la
contienda. Y si tienen un prólogo, los epílogos se arrastran durante décadas
por las cloacas.
Supe
después, cuando tuve edad para entender, del miedo y de la escasez, pero
también del arrojo y del riesgo. De las reuniones clandestinas a horas
imposibles, de la multicopista oculta en algún sótano, de los registros
inesperados y de la vigilancia constante. Pero entonces, no. Entonces, quién
sabe por qué milagro paterno, los sábados merendaba té con blinis y
mermelada, aunque el resto de la semana no pasáramos de la sopa y las lentejas.
Crecí con
los mítines clandestinos de aquel Club Cultural de Oviedo que lo mismo llenaba
de insurrectos y octavillas los Lagos de Covadonga que fletaba autocares
camuflados a un Día de la Cultura sitiado por los grises; con los
huéspedes misteriosos, sin nombre y sin maleta, que albergaba a veces nuestra
casa, y con aquellos enormes barcos que visitábamos en domingo y de los que
volvíamos cargados con vodka, latas de caviar y hasta algún que otro marinero.
Canté canciones
rusas, al Ché y al Abuelo Vítor, y me agoté explicándoles a mis amigos que
en la Unión Soviética no te obligaban a dejar tus zapatos viejos en la tienda
cuando te comprabas unos nuevos.
Las
celebraciones familiares siempre incluyeron el 7 de noviembre, aunque la
revolución rusa hubiera sido en octubre, y en Nochevieja se brindaba dos veces,
la primera, cuando el nuevo año entraba en tu otra patria, y la segunda, cuando
llegaba a aquí, dos horas más tarde.
Nunca
me planteé que mi vida fuera distinta a la del resto de niños que poblaba
mi barrio y mi colegio hasta el día que descubrí que habías estado en la
cárcel. Cuando te pregunté el motivo, sólo respondiste: Por querer lo
mejor para vosotras.
Pero
ni celdas ni penurias te cambiaron. Lo saben todos los que vinieron a
despedirse de ti en un funeral sin dioses ni santos, cada uno con su deuda de
gratitud para quien nunca fue próspero más que en amigos.
Hay
vidas que necesitarían de otras muchas para poder vivirse y de incontables
páginas para ser escritas. No basta con conocer las palabras: huérfano, guerra,
éxodo, desarraigo, cárcel, represión, porque las palabras no guardan el olor
del miedo, ni el sonido de un obús o el frío de la tundra.
Ahora
veo esas fotos donde te reconozco en los ojos que me miran desde el rostro de
mis hijos. Y sé que, aunque generosa a veces, la vida es cicatera con su tiempo
y lenta en enseñanzas. Las cosas realmente importantes se descubren demasiado
tarde. Cuando ya no queda nadie a quien decirle: Te quiero, papá.
Hace
más de dos años que mis hijos no van al parque de tu mano y que nadie juega con
ellos al ajedrez (sabes que yo nunca me entendí con peones y alfiles).
Estos días, cuando de nuevo asoma la Navidad por los supermercados, imagino que
tus nietos se creerán demasiado mayores para vestirse de pastor y salir a
cantar villancicos desde la carroza del Rey Baltasar, como aquella noche en que
te fuiste a morir, justo cuando la cabalgata mágica repartía caramelos por la
ciudad.
No
te enterramos, nunca quisiste acabar a dos palmos bajo tierra, sino sobre ella,
disperso en el viento, trenzado en el aire que respiro.
--A
mí quemadme y tirad las cenizas en cualquier sitio –nos pediste una vez.
Y
te convertimos en el polvo que se riza con la espuma del mismo mar que te llevó
tan lejos y tan pronto.
Tu
vida, la mía, se nos irá yendo, que la memoria anda escasa para recordarnos, y
vendrán más hijos y más nietos que no sabrán de ti ni de mí. No creo, porque
así me hiciste, que volvamos a vernos en ningún cielo redentor. Mi vida, la
tuya, no dejará mucho, que nunca aprendimos a acumular cosas, sólo quimeras. Si
acaso, quedará una caótica herencia de frentes despejadas, apellidos modestos y
secretos poetas.
Ojalá
supieras que las navidades no son lo mismo sin ti. Ni las meriendas de los
sábados, con el samovar hirviendo agua para infinitas tazas de té que
nunca se acaban. Y mucho menos las discusiones en las que presumías de
ser capaz de encontrar argumentos para defender dos posturas enfrentadas de un
mismo tema. Es sano para la mente, decías. Y la vacuna perfecta
contra la intolerancia.
Me
sorprendió que, sin haber creído nunca en el Dios en cuyo nombre te
obligaron a casarte porque tu matrimonio civil les parecía defectuoso,
dedicaras una noche entera a demostrar su existencia. Pero también cumpliste a
rajatabla con el precepto divino de amar al prójimo como a uno mismo con más
fervor que algunos de los guardianes de esa misma fe que jamás tuviste. Pero
eso no me sorprendió.
No
dudo de que si Dios existe y habita algún paraíso, ahora mismo estará
discutiendo sobre el materialismo histórico contigo, el pragmático más
idealista que he conocido jamás. El hombre que escribía poesías a hurtadillas,
no sé si discreto en sus pasiones o escéptico de sus habilidades. El utópico
que aún creía que el mundo merece salvarse.
Vídeo:
Olga Manzano y Manuel Picón cantan La Vida Vuelve, de Luis Barros.