Amor a primera vista fue lo que sentí por El Conde de Montecristo. Y quiero dejar muy claro que fue por él y no por Edmundo Dantés. A mí Edmundo, tan bueno y tan tonto, me aburría y desesperaba por igual, por lo que me alegré de que Alejandro Dumas, padre, se lo cargara en la primera parte y naciera el preso número 34.
Cuando lo imaginaba horadando con infinita rabia los muros del Castillo de If y encontrando en la venganza el único motor para escapar de allí empezó a hacérseme atractivo. Y cuando al fin reaparece convertido en ese demiurgo capaz de reordenar el mundo a golpe de odio y de dinero quedé prendada cual quinceañera pidiéndole un hijo a gritos a Sandokán. (Esta comparación, para quien no haya nacido en aquella época, se refiere al modo en que las fans españolas recibieron a Kabir Bedi, protagonista de la serie italiana que a finales de los 70 fue un éxito en nuestra única televisión).
El Conde de Montecristo era misterioso, inteligente, implacable (sólo con quien lo merecía), astuto y despiadado. Libre de los convencionalismos de su época y regido únicamente por sus propias leyes. Un hombre atractivo y atormentado, con el alma oscura. El arquetipo de héroe con los pies de barro, que son los mejores y de los que siempre me enamoro: Arsenio Lupin, un ladrón; Liam Devlin, un soldado del IRA; Nicholas Hel, un asesino a sueldo; Lobezno, una máquina de matar.
Montecristo resultó tan denso que Dumas no se conformó con el cuento que escribió en un primer momento basado en la vida de François Picaud, un zapatero que vivía en París en 1807 y que fue condenado por espía tras la falsa denuncia de cuatro amigos celosos ante su inminente boda con una mujer rica. Heredero de la fortuna de un compañero de prisión, cuando es excarcelado regresa a París y se venga de cada uno de sus antiguos amigos. Finalmente, Dumas tuvo que escribir una novela, satisfactoriamente larga para todos, autor y lectores.
La fuerza de este personaje es tal que ha abandonado los límites de la literatura para entrar en los tratados de filosofía, primero con Antonio Gramsci, quien encontró en nuestro Conde (Cuadernos de la Cárcel ) la raíz genealógica del superhombre nietzscheniano y en la literatura popular, en general, el embrión de este concepto: “Creo que se puede afirmar que la pretendida superhumanidad de Nietzsche tiene por origen y modelo doctrinal, no Zaratustra, sino al conde de Montecristo de Dumas."
Después con Umberto Eco, quien en su libro El superhombre de masas, recoge esta idea para ampliarla y estudiar esos grandes personajes que pueblan folletines, novelas populares y cómics, empezando por Montecristo y siguiendo por Rocambole, Lupin, James Bond, Tarzán y Supermán. Eco destaca el consuelo existencial que nos ofrecen estas historias, en las que, al parecer, buscamos una compensación por no ser nosotros mismos un superhombre.
Y luego dicen que leer novela (o cómic) popular no sirve para nada. Lo que nos ahorramos en terapia.
Imagen: Ilustración del Conde de Montecristo de Pierre Gustave Staal.