DesOrdenada


Cuando no es uno, es otro. Cuando no se me suicida un ordenador, asesino yo a otro. A sólo unos meses de haber salvado in extremis mi portátil nuevo (si hoy en un día a un Pc de más de dos años se le puede llamar nuevo) he matado a mi portátil viejo. ¡Oh, señor, perdóname! ¡Mis manos están tintas en sangre de inocentes megabytes!

Yo porfiaba ayer ante la pobre técnica informática: Que no, mujer, que esto se arregla con un desfibrilador, seguro, tú puentea este cable, dórale un poco este chip y seguro que se despierta como nuevo.

Y ella porfiaba aún más: Que no, mujer, que esto es cosa de la placa base, que se ha muerto, y cuando se muere eso, no queda más que ir de funeral.

Sólo me faltó llorar, allí, de pie ante el mostrador y una cola que daba dos vueltas a la sección de informática de unos grandes almacenes de cuyo nombre no quiero acordarme, más entretenida (la cola) que si estuviera viendo el culebrón de las cuatro.

No sé por qué, cuando un ordenador se va queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro ordenador, que cantaba Alberto Cortez en mi lejana infancia. En mi caso, además, que no escarmiento, por más que me haya comprado un disco duro externo para salvar todo aquello salvable, el hp (siglas que no se refieren precisamente a Hewlett Packard) se ha ido con las tripas llenas de cuatro meses de escribir como una loca, vamos, como la JK Rowlings y la Stephanie Meyer juntas, que ya es decir.

Ahora ya puedo decir, sin temor a equivocarme, que de mi pluma (teclado es menos poético) han salido los premios Pulitzer, Nobel y Cervantes de este año, pero nadie se va a enterar porque la tecnología me los ha robado.

Y me quedo tan ancha, oye.





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