Dicen que cualquiera tiene más probabilidades de morir en un accidente aéreo que de acertar el bote de la Primitiva o el gordo de Navidad. No sé si eso significa que cualquier afortunado ganador de un juego de azar debe evitar subirse a un avión a partir de entonces porque no le libra ni Dios o si, por el contrario, ha pulverizado las estadísticas y no hay Airbus que se caiga con él dentro.
Las cifras, esas en las que creen los de ciencias y los de letras no somos capaces de recordar, indican que la posibilidad de cualquier persona de obtener un beneficio a través de la lotería navideña es de un miserable 5,68% y sólo de un 1,86% de hacerlo con la Primitiva.
A pesar de eso, seguimos empeñados en comprar el décimo o rellenar la bonoloto cada semana, o con la periodicidad que imponga la intensidad de la fe o la ludopatía de cada uno. Y con cerril ceguera a las ciencias exactas, en época de crisis nuestra esperanza y nuestras visitas a Doña Manolita se disparan de modo inversamente proporcional al saldo de nuestra cuenta corriente.
Sobre el afecto y la pasión dicen los expertos (no me preguntéis cuáles, aún no sé quién domina más estos asuntos, si los químicos, los psiquiatras o los paparazzis) que el enamoramiento dura tres meses y el amor, tres años. Pero también aquí, como en la lotería, nos pasamos las cifras por la confianza ciega del “te amo hasta el infinito y más allá”. No nos importa que de cada cuatro matrimonios que se contraen en España se divorcien tres, ni que una pareja se separe cada tres minutos y medio.
La crisis, sin embargo, tiene el efecto contrario en los matrimonios, que no en el amor. Las parejas se divorcian menos, no porque los números rojos y las hipotecas impagadas les hagan quererse más, sino porque es más fácil dividir la miseria entre dos que duplicarla.
Ojalá supiera por qué continúo echando la Primitiva , aunque nunca me toque, y por qué sigo enamorándome, pese a la fecha de caducidad.