A los cinco años descubrí que tenía
primos en Rusia.
--¡Se dice Unión Soviética, niña!
Media vida aprendiendo a decir URSS para
pasarme la otra media olvidándolo.
Supongo que en realidad debía de saberlo
antes, pero la idea de tener familia en un sitio cuyo nombre no era capaz de
recordar y mucho menos ubicar en el mapa, no había llegado a calar en mí.
La causa fue una fotografía que de
pronto dotó de corporeidad a esos primos que hasta ese momento no eran más
reales que los extraordinarios personajes que poblaban los cuentos rusos con
que crecí: Baba-Yagas con casas que saltaban sobre patas de gallina; Zarevitzs
de exuberantes melenas que siempre se llamaban Iván, y Zarevnas sin par de
belleza inextinguible.
Ella tenía nombre de poema de Pushkin o
de ópera de Glinka, y él de líder revolucionario marxista. Y ahora también
tenían rostro, aunque fuera uno hecho de rasgos que se me antojaban exóticos y
ajenos a los genes que a mí me habían hecho corriente y vulgar.
--Mira, mira, mis primos rusos.
Me pasé semanas mostrándole la foto a
todo el mundo, sospecho que porque en aquella época yo envidiaba a mis amigos
por tener un ‘pueblo’ al que irse de vacaciones y yo no. Vale, yo no podía irme
al pueblo en verano, pero ¡ah! tenía dos primos en Rusia.
--¿Dónde está Rusia? ¿En América?-- me
preguntaban.
Yo no sabía muy bien qué contestar.
–Si tienes primos en Rusia, ¿es que
tienes un tío en América?
Creo que a los cinco años, la redonda
geografía de nuestro planeta y el equilibrio de la guerra fría eran para
nosotros un misterio tan grande como el de las cigüeñas que se dedicaban a
dejar bebés por los balcones.
Foto: Ludmila y Vladimir.