Mi
particular crónica sentimental, que siempre tiró más a rojo que a rosa, tuvo un
especial paréntesis, no recuerdo bien a qué edad, durante el que entregué mi
virginidad dental –me rompí los dos incisivos centrales— a Manolito, de cuyo
nombre tan escasamente romántico no me hago responsable.
Gustándome
siempre los morenos cargados de misterio, Manolito siguió la estela de mi
marinero ruso y resultó ser mi casi primer novio, a pesar de ser alto y rubio.
Claro que el noviazgo se rompió al mismo tiempo que mis dientes de leche, que
quedaron sobre la escalera en la que me caí al verle de la mano de Pilina.
En
aquella época, ni los diminutivos resultaban eufónicos ni los dentistas hacían
milagros, así que tuve que lucir mis huecas encías hasta que, a su debido
tiempo, emergió mi dentadura definitiva.
Mi
experiencia vital me iba acercando más a la trágica Sara Montiel del celuloide
que a Pollyana, pero la ortodoncia y Pilina me dieron una segunda oportunidad y
a los 14 años reencontré a Manolito recién convertido en Manolo.
El
amor, que entonces caducaba a los pocos meses, me llegó en primavera y floreció
con los guateques, pero se extinguió antes del otoño. Eso sí, Manolo, por si me
lees, siempre nos quedará Sandro Giacobbe. (No me tengáis en cuenta el gusto
musical, tenía 14 años).
Sólo
para el archivo sonoro de mis hijos os dejo aquí un enlace a otras cosas que
también bailábamos en los 70. Y no me resisto a otro más.
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