Mi primer amor fue un marinero ruso.
Aunque nuestro encuentro tuvo poco que ver con
un tango, él era alto y rubio como la cerveza y se llamaba Víctor.
Estuvimos juntos una sola tarde antes de
decirnos adiós frente a su barco, en el Puerto de El Musel, de Gijón. Yo, en
sus brazos, lloraba; tenía cuatro años y era la primera vez que un hombre me
rompía el corazón.
Las numerosas ocasiones en que otros lo harían
después no llegaron a herirme con la misma intensidad con la que sentí aquel
primer quiebro del corazón. Sin olvidar que los otros nunca tuvieron el detalle
de ser ni tan altos ni tan rubios, mucho menos marineros rusos, que quieras que
no, viste mucho cuando lo cuentas. (En realidad Víctor era un marinero
soviético, pero a mí la perestroika me pilló ya mayor y con la revolución por
hacer).
Después de Víctor vino un militante del PCE, a
cuyas reuniones clandestinas me llevaban mis padres, más porque no tenían otro
sitio donde dejarme, que por aumentar la afiliación de las juventudes rojas
(aunque, claro, me afilié… a ver qué otra cosa iba a hacer).
El amor, sin embargo, duró poco porque Rubén
dejó de ser un minero nashío para la dictadura del proletariado para devenir en
eurocomunista castigador y con bigote. (Consecuencia de que la moda hozmartillera la marcara Follardín).
Nunca le perdoné que se cortara la melena que
ondeaba al viento con su bandera roja, la misma con la que me robó el corazón
una tarde de agosto en el prau de Los Maizales de Gijón, oyendo cantar a
Vitorín En la planta 14 del pozo minero.
Foto: Día de la Cultura, Los Maizales, Gijón,
1976. En la imagen, la bloguera y su hermana, en medio de un mar de caras,
entre las que quizás esté la de ZP (si alguien tiene paciencia para buscarlo),
un asiduo de esta fiesta.