Tack, tack, tack.




Cuando era adolescente me enamoré como una loca de Daniel Dicenta.

Mis amores cinéfilo/televisivos/teatrales eran intensos y apasionados, aunque nunca hubiera visto en persona al objeto de mis desvelos ni éste supiera, como es lógico, ni de mi amor ni de mi existencia.

También tenían otra característica importante: no eran exclusivos, por lo que no era extraño que mi devoción por Dicenta coincidiera en el tiempo por la que me inspiró José María Rodero hasta el mismo día de su muerte y más, sin importar la diferencia de edad o la distancia hasta el Más Allá. Aun menos su mujer, claro, pobre Elvira Quintillá, a la que envidié durante años a pesar de saber que el carácter de Rodero era difícil y complejo.

En ambos casos, el flechazo se debió a sus voces y a su capacidad interpretativa. Yo, cuando veo a un buen actor en uno de esos papeles que te pone la carne de gallina y te vuelve el estómago del revés, se me olvida hasta respirar. Sólo después me fijé en que Daniel era guapo como el demonio y entonces la cosa ya no tuvo remedio.

En aquella época de mi adolescencia, segunda mitad de los setenta, el mundo era muy diferente. Ahora deseas ver una película de cualquier actor, encontrar datos biográficos, fotos… material en fin para alimentar tus afectos y sólo tienes que entrar en Internet. Si el objeto de tu deseo es, además, sociable, podrás tenerlo a él directamente en facebook, twitter e instagram, como poco.

Entonces algo era así no sólo era imposible, sino también impensable. Por no haber, en Asturias ni siquiera existía La 2, llamada entonces UHF, con lo que sólo disponía de un único canal de televisión y dos teatros a los que en raras ocasiones llegaban montajes dignos de verse. Eso no impidió que mi hermana, la Mari, tuviera la suerte de ver la Yerma que trajo a Oviedo Nuria Espert con…¡¡¡Daniel Dicenta!!! Para mi eterna desgracia, yo era demasiado pequeña para acompañarla y ella, demasiado olvidadiza como para acordarse ahora de la función.

Además, Dicenta nunca hizo mucho cine, aunque las películas en que participó hayan hecho historia: El crimen de Cuenca (Pilar Miró, 1979), todos sabéis por qué, y Función de noche (Josefina Molina, 1981), un film arriesgado, moderno y perturbador donde la ficción traspasaba sus límites y se expandía como el universo tras el bigbang: un docudrama, un realityshow, un psicoanálisis de pareja ante los ojos del mundo.

Pero siempre tenía su voz y no sólo porque hubo un tiempo en que se dedicaba al doblaje, sino porque antes, las emisoras de radio no sólo llenaban su parrilla de fútbol y tertulias verduleras, sino que también programaban dramáticos. Podían ser novelas, teatro, historias breves o guiones escritos para la radio donde se lucían los actores patrios, tanto los habituales como los de doblaje.

Ana Diosdado, conocida por todos por sus series de televisión Anillos de oro y Segunda enseñanza, llenó mis noches radiofónicas a partir de 1977, cuando estrenó Ruego me digáis, amigo, al que siguieron ¿Qué fue de aquellos doce? , Hierro y oro….

¿Qué fue de aquellos doce? era para la Mari y para mí una cita esperada cada semana, como lo es ahora el último capítulo de The Good Wife, por poner. En ella, Diosdado recreaba en clave actual la historia de los doce apóstoles. Para que os hagáis una idea, la negación de Pedro se trasladaba a un grupo de pintores vanguardistas, uno de los cuales reniega de las nuevas premisas estéticas de su líder a cambio de medrar en el tradicional mercado del arte.

Si alguien tuviera la grandiosa idea de publicar aquellos guiones de radio, buscad ese último capítulo y comprenderéis por qué, a veces, se puede decir más con un silencio que con mil palabras: tack, tack, tack.

El último capítulo de aquella serie sólo tenía dos personajes. Bueno, tres, pero el tercero, una chica a la que un capitán y un periodista rescatan en medio de una guerra sin nombre, era el catalizador de aquella reacción química perfecta que resultaban los otros dos.

El periodista era José Luis Pellicena. El capitán, Danie Dicenta.

Grabamos aquel último capítulo, lo transcribimos a mano y después a máquina (más la Mari que yo, al césar lo que es del césar) y lo escuchamos tantas veces que aún recuerdo pasajes enteros.

“Y… ¿qué fue de aquellos doce? Juan, hijo de Zebedeo y de Salomé, hermano de Santiago llamado el Mayor, fue aquel discípulo a quien Jesús amaba más. Y fue también aquél a quien le dijo: Escribe, pues, las cosas que has visto, tanto las que son como las que han de suceder después de éstas. Y Juan obedeció aquel mandato y así empezó diciendo: En el principio existía la palabra y la palabra estaba con Dios y la palabra era Dios. Ella estaba en el principio en Dios. Todo se hizo por la palabra y sin ella, nada se hizo.


Daniel era un Jesús convertido en capitán de un anónimo ejército, en lucha contra otro ejército igualmente desconocido. Saber quiénes luchaban y por qué no importaba. Las guerras son todos iguales. Entre refriega y refriega, bajo el zumbido de las balas, el capitán y el corresponsal de guerra traban una inesperada amistad. Y esa amistad da sentido al sinsentido de todo lo demás.

Como algunas personas y algunos amores, por imposibles que resulten, dan sentido a la vida.

En la imagen, Daniel Dicenta con su padre, el también actor Manuel Dicenta.





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