¿Quién
hubiera pensado que podríamos tener tanto en común con esos homínidos que a
finales del Pleistoceno eran cada vez menos homo
erectus y cada vez más homo sapiens?
El lector de Por qué me comí a mi padre sonreirá con este grupo de salvajes que,
consciente de su lugar en el mundo, se empeña en evolucionar para huir de la
extinción que ha terminado con otras especies, pero sólo hasta que se activan
todas sus alarmas. Un momento, se dirá. Pero si este tío Vania oportunista y
reaccionario que se niega a bajar de los árboles y vaticina toda clase de
desgracias por la acción del fuego recién descubierto es clavado a… ¿Y la elitista Griselda, ávida por encontrar
mano de obra barata y sumisa entre las tribus menos desarrolladas, no me
recuerda a…? Desde ese momento, el lector no se limitará a sonreír, sino que se
reirá a carcajadas con estos pobladores de las cavernas en que se reconocerá
como especie, en lo bueno, que hay mucho, y en lo malo, que aún hay más.
¿Es
la maldad el combustible de la evolución? ¿El egoísmo, lo que impulsa el
instinto de supervivencia? ¿Todo progreso es implacable? Con un título tan
gastronómico como el de este libro, no sorprende que Roy Lewis se aproxime más al Leviatán de Hobbes, que al buen salvaje de Rousseau. La visión que nos ofrece de
ese mono que se ha alzado sobre dos patas y empezado a caminar sin saber muy
bien hacia adónde, es burlona y, sobre todo, inmisericorde. Aunque no falta tampoco
la admiración por ese viaje que nos ha llevado tan lejos desde la Uganda
paleolítica donde los protagonistas de Por qué me comí a mi padre descubren el fuego.
«El
dominio del fuego no es más que el principio. Si queremos desarrollarnos a
partir de esta base tiene que haber pensamiento, planes, organización ¡Después
de las ciencias naturales vienen las ciencias sociales! (…) No creo que viva
para verla, pero quizá vosotros sí, esa gloriosa edad dorada, esa recompensa a
todos nuestros esfuerzos: ¡llegar a ser humanos, devenir Homo sapiens al fin!». Edward, el patriarca de esta horda de
homínidos endogámica e incestuosa, se considera a sí mismo un científico
idealista que se mueve, y mueve a toda su familia, hacia un único objetivo: ¡la
evolución! Torpes aún en el lenguaje humano (a pesar de la florida oratoria de
que hace gala toda la tribu), quizás eso explique que su prole entienda por
evolución algo por completo diferente a lo que él imaginaba.
A cuanto plan elabora este primate obsesionado por crear una nueva raza de antropoides, se enfrenta su hermano Vania, orgulloso de seguir viviendo, «con toda inocencia y sencillez, como hijo de la naturaleza» y de continuar siendo «un simio», sin ningún interés por convertirse en otra cosa. «Te dedicas, lamento profundamente decir, a superarte. Lo cual supone una antinatural muestra de desobediencia, de petulancia; un rasgo, si me permites decirlo, de vulgaridad, de materialismo pequeñoburgués», sentencia en una de las periódicas visitas que aprovecha para criticar cuanto avance ha logrado su hermano, sin dejar por ello de beneficiarse de él.
A cuanto plan elabora este primate obsesionado por crear una nueva raza de antropoides, se enfrenta su hermano Vania, orgulloso de seguir viviendo, «con toda inocencia y sencillez, como hijo de la naturaleza» y de continuar siendo «un simio», sin ningún interés por convertirse en otra cosa. «Te dedicas, lamento profundamente decir, a superarte. Lo cual supone una antinatural muestra de desobediencia, de petulancia; un rasgo, si me permites decirlo, de vulgaridad, de materialismo pequeñoburgués», sentencia en una de las periódicas visitas que aprovecha para criticar cuanto avance ha logrado su hermano, sin dejar por ello de beneficiarse de él.
Junto
al visionario emprendedor y al retrógrado inmovilista, el tercer personaje que cierra
este polígono evolutivo es Ernest, uno de los hijos de Edward, escéptico y
precavido, que lejos de compartir los sentimientos altruistas de su progenitor
prefiere capitalizar los descubrimientos de la tribu y convertirla en la
primera oligocracia de la historia de la humanidad. «El fuego artificial nos
proporciona una ventaja mucho más importante que unas cuantas veintenas de
cebras. La gente tendrá que reconocer que somos…, bueno, el grupo dominante. No
creo que debamos renunciar a eso. Estoy pensando en el futuro. Creo que a lo
mejor nos compensa ser los únicos capaces de hacer fuego; que, cuando otros
quieran encender uno, se vean obligados a llamar a uno de los nuestros…,
pagando, claro», defiende con vehemencia.
¿Cuál
de estos tres modelos de comportamiento que conviven en los humanos bipolares
que somos ganará la partida? Si quieren saberlo, no dejen de leer esta novela sorprendente
y mordaz, plagada de jocosos anacronismos que Roy Lewis distribuye como señuelos para recordarnos que no importan
las eras geológicas transcurridas ni los colegios privados con que tratemos de
refinarnos, seguimos siendo monos. Y fruto de la estirpe de Caín.
Publicado
originalmente en La Tormenta en un Vaso.