Soy de otra generación, no me queda otro remedio
que admitirlo. De una limitada y poco preparada para la vida de este siglo XXI,
al contrario que esa a la que pertenecen mis hijos, multitarea y funcional,
como las modernas impresoras-scaner-fotocopiadoras-fax y qué se yo cuántas
cosas más, todas en un mismo paquete. A mí, que me cuesta un triunfo escribir
algo más serio que la lista de la compra con música de fondo, me admira y me
sorprende contemplar a mis retoños leer a Harry Potter con el
mp3 atronando Linkin Park en sus oídos, al mismo tiempo que vigilan que ningún
monstruo volador masacre a su personaje, inmerso en el mundo virtual del video
juego de moda.
Yo, me temo, terminaría por empeñarme en que mi
valiente arquero lanzara hechizos alojomora a diestro y
siniestro y si consiguiera sumergirme en la lectura de las tribulaciones del
joven mago dejaría de escuchar, ipso facto, cualquier música que estuviera
sonando. Y viceversa.
¿Cómo lo hacen? Ni puta idea, pero ya me gustaría
saberlo. Así sería capaz de planchar, escribir y ver una película a la vez, y
multiplicar por tres mi tiempo. Y eso, para una gran procrastinadora como yo,
sería un lujo impagable. Claro que luego derrocharía esas horas de más en
tumbarme a la bartola a ver la vida pasar, con lo que mi productividad no
serviría para nada, desde un punto de vista macroeconómico. Pero ya desde mis
lejanos tiempos de la Facultad de las Ciencias de la Información se me daba
fatal lo de la micro y la macroeconomía. Así que supongo que seguiré haciendo
mis tareas de una en una y cuando se tercie, de cero en cero, que para eso una
cree en la teoría de dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy.
Qué tranquilidad de espíritu da conocerse tan bien
una misma y comprender que, en mi caso, genética, generación y galbana son tres
patas de una misma pereza intrínseca.