Una excesiva agudeza
Engañarlo resultó tan sencillo que las
dudas que habían demorado la puesta en marcha de mi plan me parecieron
ridículas. Sabía que quedaban cuentas pendientes entre ellos, así que urdí una
fingida trama de espionaje y conspiraciones que amenazaba a la propia corona, y
en aquella maraña de verdades y mentiras, espoleado por lo abyecto del
personaje, el premio lo cegó: salir victorioso allí donde toda la Prefectura de
Policía había fracasado.
Cuando me entregó el objeto que me había
convertido en rehén de aquel canalla durante 30 años, sentí que recuperaba al
crédulo policía y al joven enamorado que fui una vez, tanto tiempo atrás,
cuando el cuerpo de Antoine Boudin apareció flotando en el Sena una mañana de
febrero lluviosa y desapacible.
Boudin era uno de los joyeros más famosos
de París, capaz de sobrevivir a este siglo convulso, tan pronto republicano,
tan pronto monárquico, y ser proveedor oficial de Napoleón y de Luis XVIII,
según se inclinara la balanza del poder hacia un lado u otro. Sus joyas eran símbolo
de riqueza y distinción, y por su taller pasaba la mejor sociedad parisina,
deseosa de olvidar la época en que resultaba más recomendable parecer una
fregona que una dama.
Pero allí, flotando panza arriba como una
trucha muerta, Boudin no era más que mi primer caso importante, la oportunidad
de destacar al fin, tras las anodinas investigaciones que se me habían
encomendado hasta entonces. Quizás por eso, mientras rescataban el cadáver de
su lecho acuoso, me sentía eufórico y agradecido por el azar que había postrado
a mi superior con un fulminante ataque de gota, dejándome a mí el camino libre.
Sabía que tendría que rendirle cuentas de
cada uno de mis pasos y que, aun desde el mismo lecho, sería supervisado con
estricto rigor, pero si lograba resolver aquel caso, mi ascenso en la
Prefectura estaría garantizado.
Las primeras observaciones apuntaban
claramente a un asalto, quizás de alguna de las bandas organizadas que operaban
en aquellos inseguros tiempos; no sin razón, París era considerada entonces
como la capital mundial de la delincuencia. Antoine Boudin había sido despojado
de todas sus pertenencias y su cuerpo mostraba signos evidentes de violencia.
Una hipótesis que reforzaron las primeras entrevistas que mantuve con su esposa
y sus empleados.
La casa familiar era una vivienda de la
zona más noble de París, de exterior discreto, pero de un lujo que intimidaba
en cuanto franqueabas el umbral. Margueritte Boudin me recibió en un saloncito
donde se ocupaba de la correspondencia. Aún hoy, comunicar la muerte de un
ser querido es uno de mis cometidos más penosos, pero informar a Madame Boudin
de las circunstancias en que había fallecido su marido me resultó
extremadamente arduo no bien alzó el rostro para saludarme con una sonrisa que
refulgía aún más que las joyas que portaba.
Margueritte Boudin rondaba los 35 años.
Era alta y de formas rotundas, como gustan los hombres de las mujeres, y
recogía su pelo castaño en un intrincado nido de bucles sobre la coronilla que
sujetaba con una diadema de plata.
Tragué saliva y le expliqué lo sucedido
con el mayor tacto posible, pese a lo cual, la noticia causó tal impresión en
su delicado espíritu que sufrió un desvanecimiento y hube de llamar a la
doncella para que la atendiera. Cuando la dama recuperó la compostura me
disculpé por tener que importunarla con mis preguntas en tan dolorosas
circunstancias, pero se mostró dispuesta a colaborar para descubrir a los
canallas que habían cometido tan execrable crimen.
Supe que Monsieur Boudin había abandonado
París una semana antes con destino a Amberes para visitar a sus proveedores,
viaje que realizaba regularmente. En esos trayectos no solía transportar
cantidades importantes de dinero ni de piedras preciosas, por ser hombre
precavido, si bien en ocasiones había regresado con alguna alhaja de diseño
novedoso que reproducía para sus clientes.
--No se puede descartar, entonces, que
portara algún objeto capaz de despertar la codicia ajena –concluí.
Madame Boudin seguía pálida y el esfuerzo
de responder parecía estar robándole las pocas fuerzas que le quedaban, por lo
que me ofrecí a retirarme y continuar en otro momento con cuestiones tan
desagradables. Me agradeció la cortesía con una sonrisa desmayada y yo abandoné
la casa como el más miserable de los hombres, capaz de sentir celos de un
muerto.
Los empleados de la familia, los
domésticos y los del taller, confirmaron el viaje a Amberes de Monsieur Boudin,
así como la regularidad con que solía desplazarse tanto a la ciudad belga como
a Amsterdam, epicentros del comercio de diamantes, por lo que bien podría el
crimen haber sido planeado por alguna banda de ladrones en la creencia de que
su víctima portaría una valiosa carga. Asaltar el taller, como pude comprobar,
habría resultado mucho más difícil a causa de las innovadoras medidas de
seguridad con las que el desconfiado joyero lo había dotado.
La inspección de las orillas de Sena
próximas al lugar en que fue descubierto el cadáver no aportó nuevas pistas,
como tampoco el cuerpo del infortunado joyero, quien había sido golpeado hasta
causarle la muerte.
Durante aquellos días en que husmeé entre
confidentes y estraperlistas buscando cualquier pista que me permitiera cerrar
el caso con éxito y honores, mis visitas a la viuda menudearon con una u otra
excusa y, a pesar de darme cuenta de hacia dónde caminaba yo, no pude, o no
quise, impedir la inclinación de mis afectos. Bien sabía que socialmente nunca
seríamos iguales, pero me conformaba con adorarla a distancia y prestarle
cualquier servicio que pudiera requerir Sin embargo, no peco de engreído si
digo que el trato que ella me dispensaba no era en absoluto indiferente, y por
un tiempo creí tener la dicha de su amor a mi alcance.
Traté de convencer a mis superiores de la
conveniencia de desplazarme a Amberes, pero optaron por solicitar la colaboración
de la policía belga vía cablegrama, y en pocos días tuve la lista y descripción
de las gemas que Antoine Boudin había adquirido a sus proveedores y optado por
llevarse personalmente, en lugar de sumar al resto que serían transportadas de
modo discreto y seguro. No eran muchas, tan sólo un puñado de diamantes de
talla especial, pero hoy se mata por mucho menos.
Seguirle el rastro a las piedras no fue
fácil, pero finalmente dimos con una de ellas, que nos llevó, a su vez, hasta
un veterano de las campañas europeas de Napoleón, miembro de una partida de
rufianes que operaba en la noche parisina, la más peligrosa del continente.
Negó el robo y el crimen, como el resto de sus compadres que conseguimos
detener, y juró y porfió no ser más que un simple intermediario, pero el
soldado fue identificado sin lugar a dudas como el vendedor del diamante, y
todos ellos fueron juzgados y condenados sin remisión.
Así empezó mi ascenso hasta llegar a ser
hoy el prefecto de la Policía de París.
Sabía que, una vez resuelto el caso y
recibidos los honores, pocas ocasiones tendría de volver a ver a Margueritte
Boudin, pero ella dio aliento a mis esperanzas y continuó reclamando mi
presencia con fútiles motivos. La última vez que visité su casa antes de que
los reos fueran ajusticiados, Margueritte me recibió con un ligero atuendo que
desbocó mi pecho de lujuria, y con su hermoso cabello sujeto sólo por una
diadema de margaritas de topacio, a juego con sus ambarinos ojos.
--Monsieur G –el delicado tono con que
pronunció mi nombre hizo que mi corazón reventara de gozo y esperanza--, la
familia Boudin está en deuda con usted, nunca podré agradecerle del modo en que
merece el servicio que nos ha prestado.
Se acercó a mí hasta recostar su cabeza en
mi hombro. Una bomba de calor me estalló en las ingles, y aquella noche recibí
el mejor pago a mi trabajo que nunca soñé obtener.
Cuando llegó el segundo cablegrama de la
policía belga, yo ya era irrecuperable.
Al parecer, los rumores sobre el crimen
cometido en París se habían ido extendiendo por Amberes y llegado a oídos de un
comerciante que, al no ser proveedor habitual de Monsieur Boudin, no había sido
interrogado con anterioridad. Se apresuró entonces a informar de una compra
efectuada por el joyero, quien le aseguró no poder resistirse a un objeto que
parecía haber sido diseñada especialmente para su esposa. La descripción de la
alhaja me dejó conmocionado: una diadema de margaritas incrustada de topacios.
¿Podía haber dos diademas iguales? ¿Cómo
había llegado a poder de Margueritte una joya que su marido había comprado a
300 kilómetros de distancia, si no era más que entregada por él mismo? No había
más que una respuesta. Y yo la conocía.
No supe, hasta que mi error resultó
irreparable, cómo Margueritte había planeado el vergonzante crimen con su joven
amante, uno de los aprendices del taller joyero, quien se encargó de llevar a
cabo el asalto y deshacerse de las gemas para simular un robo. Deduje que la
viuda no fue capaz de renunciar a la joya delatora, y que sólo cuando se consideró
segura de haber salido con bien de lance se atrevió a lucirla en público.
No me importaron el crimen ni el engaño,
estaba más que dispuesto a buscar cualquier justificación: un marido violento,
un ataque de locura... Sin ver más que la imagen de la mujer que amaba camino
del patíbulo y atenazado por ese horror, escribí la fatídica nota que habría de
tenerme esclavizado durante años. Le declaré mi amor y la tranquilicé respecto
a una prueba que sería destruida para no poder incriminarla jamás. Yo la cuidaría
siempre, le juré.
Pero la nota terminó en manos de ese
infame personaje que es hoy nuestro Ministro D y que no dudo ha llegado tan
alto gracias a su infinita astucia y a todo tipo de fechorías, para las que ya
se demostró entonces muy capaz.
A lo largo de casi 30 años ha medrado a
mis expensas y a las de otros, quién sabe con qué burdos chantajes, además de
haber culminado su infamia casándose con Madame Boudin, a quien él mismo había
convertido en acaudalada viuda.
Todo lo intenté para recuperar aquellas
apasionadas frases con las que enlosé mi descenso al infierno, sin ningún
éxito. Con cada cambio de domicilio probaba un nuevo enfoque, porfiaba en un
registro más a fondo, pero nunca conseguí dar con ella. Hasta que la fama de
aquel petimetre llenó los salones de París de admiración y reverencias, tras
solucionar el enigma de los terribles crímenes de la rue Morgue. Se me ocurrió
entonces servirme de la discordia evidente que existía entre ambos para mis
propósitos.
Sé que Dupin me considera despreciable y
escaso de ingenio, incapaz de ver más allá de lo simple y evidente, pero si
algo he aprendido es que todos tenemos nuestro punto débil y el suyo es la
soberbia. Le ofrecí la oportunidad de dejarme en ridículo, de ganarle la
partida a ese canalla con el que tenía cuentas pendientes desde hacía tiempo,
de cobrar una sustanciosa recompensa (librarme de aquella sanguijuela bien
valía 50.000 francos), y de creerse el paladín de la propia reina.
Pobre infeliz. Sé que su natural
discreción le impedirá mencionar este asunto en público, más allá de alguna
indirecta en los oídos –a su entender— apropiados, que pasará como una
excentricidad más de alguien ya de por sí singular. Como estoy seguro de que su
rígido código de caballero frenó su natural curiosidad y recobró mi carta sin
intentar siquiera leer su contenido.
No me importa admitir que Dupin me supera
en perspicacia, pero, como muy bien dejó dicho Séneca, nada es más odioso a la
sabiduría que una excesiva agudeza.
Quédese él, pues, con el talento y yo, con
mi carta.
Inspirado en La Carta Robada.