Hay
una magia en la que sí creo. La magia del Circo del Sol. No la del circo en
general, a ésa era refractaria incluso de cría, cuando mis padres se empeñaban
en que la visión de elefantes y trapecistas tenía que ser motivo de diversión y
no de aburrimiento. Y cuando todo lo que veía yo era el terciopelo raído, el
raso mustio y las capas remendadas.
Pero
en el Circo del Sol no hay elefantes ni remiendos. Y el trapecio es una liana
selvática, la red de un cazador de pájaros de fuego o el velo de una mujer
misteriosa. Por no haber casi ni hay palabras. Y las pocas que se pronuncian no
pertenecen a ningún idioma conocido. Quizás porque lo son de todos.
Supongo
que lo llaman circo porque no han encontrado otro modo mejor de hacerlo, pero
el Circo del Sol no es un circo. Es un viaje onírico a esos recuerdos que ni
siquiera sabíamos que guardábamos dentro, donde todo te llena los ojos: los colores
vivos, los extravagantes ropajes, las luces sugestivas, la música hipnótica. Y
el asombro. Y la maravilla. Y la magia.
Magia
de verdad. De la buena. De la que no se rompe, ni siquiera cuando, como ocurrió el jueves pasado en el estreno de Varekai, en Gijón, uno de esos magos voló sin
red y nos dejó el estómago encogido hasta saber que todo seguía bien en el paraíso.
Larga
vida al Circo del Sol.
Video: Del espectáculo Alegría.