Pierdo paraguas con la prodigalidad de
un indiano que vuelve al hogar y la ligereza de un grand jeté de Nijinsky. Se podría decir que más que bookcrossing yo practico una suerte de umbrellacrossing del que se benefician
todos aquellos asturianos que se los han topado en un encuentro que los vuelve
impermeables y felices. Porque en Asturias, un paraguas es un bien muy
preciado, de primera necesidad. A veces, incluso, de perentoria necesidad.
Aquí, quien tiene un paraguas tiene un
tesoro, porque aunque podemos ignorar si llegará el verano en junio o pasará de
largo, sí sabemos, con inevitable certeza, que la lluvia llegará. Siempre. No
importa que ahora te achicharres de calor, después, en unos minutos, cuando más
seco te creías, caerá un chaparrón y te irás con medio mar Cantábrico encima y un puñado de algas de regalo.
Nuestros niños aprenden pronto a pisar
el prao de los merenderos, y aun antes, a no dejarse el paraguas en casa
por más soles que hayan anunciado los meteorólogos en su pronóstico reservado.
Y las madres somos expertas en la compra del artilugio más pequeño y liviano del
mercado que nos permita sumarlo a la polvera y al teléfono móvil en el fondo de
nuestro bolso.
Yo, además de experta en comprarlos,
soy más diestra aún en perderlos. Contar los paraguas que he dejado en bares,
oficinas, salas de espera y asientos públicos llenaría un nuevo tomo de esa
guía telefónica que casi nadie usa ya. Grandes, pequeños, con lunares, sin
adornos, de un aburrido gris o de un esplendoroso bermellón, todos los he ido
dejando tras de mí como un rastro de migas de cuento. He pensado hasta en
ponerles un chip de identificación para recuperarlos después, pero no estoy
segura de si debo ir al veterinario o a la ferretería para que me hagan el
apaño.
Algo despistada siempre he sido, que cuando
Zipi y Zape nacieron, me obsesionaba el temor de dejarme a uno de ellos por el
camino. Quizás por eso en cuanto aprendieron a andar los paseaba atados como
una matrona a sus caniches.
Pero asumida mi condición de
proveedora oficial de paraguas, lo que me preocupa ahora es que he empezado a olvidar las
gafas, el móvil, las llaves y hasta la bolsa de la compra. A estas horas, algún
afortunado ovetense se ha comido mi pan de molde y mis yogures, abandonados
anoche en la parada de autobús, huérfanos de mí.
Ya he empezado a buscar las correas
con que mantenía anclados a mis mellizos para mi próxima visita al
supermercado. Saldré con las bolsas colgando como un árbol de Navidad, pero mi
estómago quedará satisfecho. Eso, si no las he olvidado atadas aún en torno a ellos.
Siempre me pregunté por la naturaleza de ese curioso apéndice que les nace de
la cintura como una lustrosa cola de caballo.
Foto:
Yiorgos Stavropoulos.