Quedan tres meses y no sé cuántas horas (sigo sin
descubrir el segundo exacto en que se producirá el acontecimiento) para que se
termine el mundo. De mis propósitos vitales, como adelantaba hace más de tres años, cuando conocí la fecha del cataclismo que nos habría de llevar a todos, de
golpe y porrazo, al Más Allá, sigo sin saber nada. Debe ser que mis objetivos
en la vida son como el pago de ese libro que escribí en el 2003 para que
firmara sabe dios quién: un contrato incumplido.
No he conocido a Ed Harris, ni bíblicamente ni de
ninguna otra manera. Tampoco a Jeff Goldblum ni a Kevin Spacey (y mira que a
éste lo tuve a 31 kilómetros, mecagoentó). No he escrito la gran novela del
siglo XX ni la del XXI, aunque, por lo que leo en los suplementos culturales y
de los otros, podría haberlo hecho porque tantas se han calificado así que la
mía podría estar entre ellas y no me habría enterado.
Sigo sin hacerme un lifting, y eso que ahora sería
más necesario que entonces, porque la ley de la gravedad, más que el
plegamiento de las placas tectónicas epiteliales, empieza a ser no sólo
evidente sino ostentóreo, que diría Gil y Gil. Tampoco he crecido 20
centímetros (por más que me he colgado de las puertas), ni adelgazado diez kilos, ni me he vuelto rubia (qué
alivio).
A cambio de todo lo que no he hecho, sí he visto
crecer a Zipi y Zape, y eso vale por todo los mitos cinéfilos del mundo, por
todos los cheques cobrados y sin cobrar, y por todas las novelas publicadas desde que se
inventó la imprenta. Y lo que es mejor,
pienso seguir haciéndolo el 22 de diciembre, y el 23, y el 24… Y hasta que tío Alzheimer me deje.
Que le den al fin del mundo (de mi parte).