Tengo un amigo que no cree en las casualidades. Cuando él, Libra, se enamoró de una mujer Libra, cuyo padre era Libra, sus creencias se vieron reforzadas.
Muchos hay que, como mi amigo, no
aceptan que las cosas puedan ocurrir por accidente o por azar, incluso por
suerte, sea mala o buena. Hablan de predestinación, de una voluntad, no se sabe
cuál, que dicta lo que ha de suceder y contra la que no se puede luchar.
Yo prefiero creer en el albur o, si
acaso, en una relación causa efecto en la que la causa nos ha pasado desapercibida.
Aunque sólo sea porque la alternativa no me parece nada atrayente: que comparto
mi casa con una pareja de fantasmas.
Los
abuelos me ayudan.
Ésta fue la sorprendente afirmación que
realizó Zipi hace unos días con la normalidad con que los más jóvenes aceptan
lo insólito.
¿Los
abuelos? Cariño, pero si llevan muertos cinco años, respondí yo,
adulta, empírica, incrédula.
Pero
siguen aquí,
insistió, y me ayudan cuando lo necesito.
Zipi enumeró entonces los momentos en
que las puertas de casa se abren o se cierran solas a su paso y otros fenómenos
de similar condición que para unos no son más que corrientes de aire y para
otros, la mano del muerto.
No le contradije. Si a él le hace
feliz imaginar a sus abuelos como dos seres ectoplásmicos dedicados a hacerle la vida más
fácil, no seré yo quien enturbie tan buen recuerdo.
Cuando encontró sobre sus piernas,
tras dos horas de búsqueda enloquecida, un objeto perdido y muy especial por la
carga de amor adolescente que posee, me miró con una sonrisa feliz y concluyó:
Los
abuelos lo encontraron para mí.
Papá, mamá, tengo un enchufe
estropeado y una lámpara por colgar, ¿no tendréis un electricista a mano por el Más Allá?