Raíces profundas






Odio viajar. No sólo porque me hastía hacer y deshacer maletas, elaborar infinitas listas, organizar itinerarios, coordinar agendas y correr detrás de un autobús que me llevará a otro, que finalmente me depositará en una terminal de aeropuerto en la que primero me aburriré aguardando un turno que nunca es el mío y después me aburriré aún más aguardando un despegue que nunca llega.

No sólo por eso, decía. Intuyo que otro factor importante en mi falta de pulsión viajera son todas esas veces que recorrí los 400 y pico kilómetros que separan Oviedo de Madrid durante el tiempo en que estudié esa cosa que se llama Ciencias de la Información, que de ciencias no tenía nada y de información, más bien poco. Unos cincuenta trayectos, con sus correspondientes maletas hechas y deshechas, cargadas y descargadas, arrastradas y sacudidas, debieron terminar con cualquier afán explorador y aventurero que yo pudiera tener.

Por todo ello, pero también y sobre todo, porque creo que en el reparto de la vida a unos les toca un alma nómada y a otros, una sedentaria, sin una pizca de ave migratoria, aferrada al suelo como las raíces de un baobab se hunden en la tierra hasta ser capaces de horadar un planeta entero y llevárselo con él antes que dejarse arrancar.






Odio viajar. ¿Lo he dicho ya? Sé que suena mal, sugiere inmovilismo, agua estancada, ideas obsoletas, pero no puedo evitarlo. Me duele este defecto mío, hay amigos y ciudades a los que sólo puedo llegar en avión, tras muchas demoras y demasiadas maletas. Siempre con el temor de perder el billete, el vuelo, el equipaje o, aun peor, el camino de vuelta. Tampoco me gustaría morirme sin visitar ese puñado de lugares a los que, cómo no, sólo los libros me empujan: Gales, Irlanda, Escocia, Occitania, Normandía, Florencia, Nueva Orleans... Pero será difícil que lo consiga. 
 
Dice Ricardo Menéndez Salmón en su libro Asturias para Vera, que viajar, ser padre y leer son tres formas de la consolación para tiempos ásperos y difíciles. Una hermosa cita que sólo comparto en dos de sus formas de consuelo: hijos y libros son, además de un bálsamo para cualquier congoja, dos poderosas razones para vivir.  

Aunque sea a bordo de un Boeing 747.


Imágenes: Avenida de los baobabs en Morondova, de Zigomar y dibujo de Antoine de Saint-Exupéry para El Principito.










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