Cuando vi Los Pájaros (Alfred Hitchcock, 1963) por primera vez, con doce o trece años, odié la
película. No sólo porque me aterró, (mucho más que Psicosis,
que nunca me dijo nada), sino porque no soportaba que no hubiera una
explicación final. Un “así es como pasó….” de Hércules Poirot, donde todo quedase aclarado y desmenuzado. ¿Por qué los
pájaros habían decidido de pronto atacar a los humanos? ¿Y por qué dejaban de
hacerlo?
Enfadada con Hitchcock y sin saber cómo
calmar aquella desazón que se me había quedado dentro, no paré hasta conseguir
la obra en que se basaba la película, el libro de cuentos del mismo título de Daphne du Maurier, convencida de que allí encontraría la clave que
necesitaba para quedarme tranquila.
Me equivoqué. El relato aclaraba todavía menos que el film. Era más breve, más irracional e igual de frustrante.
He observado en mis hijos, atacados de
adolescencia, el mismo deseo por entender los motivos que se ocultan tras
decisiones, hechos y opiniones, aunque en menor medida que hace unos años. La
edad, ya veo, atempera la necesidad de encontrarle lógica a la vida.
Curiosamente, hoy Los Pájaros es
una de mis películas favoritas. Quizás la madurez consista en aceptar que casi
nada tiene una explicación. En aprender a vivir con la incertidumbre.