Caída libre





Es curioso que lo que más me gusta de los 40 es lo mismo que me cabrea: todo lo que, de pronto, empieza a caérsete.

Empiezan por caerse los prejuicios, los miedos y las vergüenzas, cosa que es de un liberador que hasta adelgazas del alivio y del lastre que vas soltando.

Pero, a cambio, se te caen partes del cuerpo que no voy a mencionar para no herir sensibilidades, y se te cae la flexibilidad y hasta el alma a los pies cuando descubres que ya no puedes hacer ni la mitad de las cosas que hacías a los 20, desde ir de doblete a trabajar tras una noche de juerga, a sentarte sobre tus propias piernas flexionadas por un periodo superior a los tres segundos.

Para ser sincera, lo de salir toda la noche y empalmar con la mañana siguiente es que ya ni siquiera te apetece, y lo de las piernas, sí que puedes, si te empeñas, pero cuando te levantes descubrirás que serán necesarios más de cinco minutos para poder volver a caminar.

De modo similar, ver cómo crecen Zipi y Zape me produce reaccionas contradictorias. Me gusta, no puedo evitarlo, dejar de asistir a eventos varios, como el Desfile del Día de América en Asturias y el  Día del Bollu, que me he ahorrado este año. Disfruto con la rapidez con que cambian sus cuerpos y sus mentes, tanto, que si me descuido un momento, cuando vuelvo a mirar ya no son los mismos.

Pero la nostalgia es de las cosas que no se te caen nunca, y a veces me acuerdo de cómo eran ellos y de cómo era yo, y me ataca la artritis mental y me duelen, no sólo las rodillas, sino también los recuerdos.





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