En blanco



Griffin se sentía tan extraño que no acababa de saber si era él quien no estaba en armonía con el mundo o el mundo el que había abandonado su eje de rotación. Caminar aquella mañana, vete a saber por qué, no estaba resultando igual que había sido caminar ayer. Todo parecía girar en la dirección equivocada.

De pronto, se quedó paralizado. Pero, ¿dónde estaba la sucursal bancaria? En la esquina donde debería encontrarse la oficina en la que cada lunes actualizaba el estado de sus finanzas, qué pomposa alegoría para referirse a sus habituales descubiertos, no había nada. El banco, la esquina, ¡el edificio entero había desaparecido!

¿Se podía derribar un bloque completo de viviendas en una sola noche? ¿Y no dejar ni el menor rastro?

Griffin miró a su alrededor, esperando ver más clientes desconcertados como él, pero no había nadie. Se percató entonces del escaso número de personas que caminaba a su alrededor, pese a ser día laborable y la hora habitual en que la boca del metro se asemejaba a la entrada del Bernabeu en tarde de derby.

¿Es que era festivo y lo había olvidado? No sería la primera vez que llegaba al trabajo sólo para descubrir que las oficinas estaban cerradas. Las bromas a costa de su despiste de Julián, el guarda de seguridad, duraban toda la semana.

--Esta vez no voy a hacer el ridículo, compraré el periódico y comprobaré que día es hoy.

El quiosco, menos mal, estaba donde debía estar. Pero el periódico, no.

--Lo siento, no sé qué pasa, pero no ha habido distribución –se disculpó el quiosquero--. No tengo ni un periódico, ni una revista, ni un fascículo, nada de nada. Debe haber una huelga sorpresa del transporte.

El pobre hombre estaba tan desconcertado como él.

--No entiendo qué ocurre hoy, pero ni tengo periódicos ni clientes. Es usted la primera persona que veo desde que he abierto esta mañana.

Algo iba mal, muy mal.

Griffin empezó a sentir un sordo dolor de estómago. Se dirigió a la estación del metro, sólo para descubrir una extraña desolación. Ni un alma en las escaleras. Nadie en la taquilla. Ni una cola en las máquinas expendedoras de tickets. Quizás porque no funcionaban, descubrió un instante después.

Sin ver otra solución, saltó el control de entrada y llegó hasta el andén sin cruzarse con nadie. Sólo una pareja que discutía airada ocupaba el largo pasillo de la estación. Sus voces, en aquel sorprendente silencio, llegaban hasta él con nitidez.

--¡Tendríamos que haber ido en coche, te lo advertí! ¡Llegaremos tarde!— reprochaba la mujer.

--Pero ¿cómo iba yo a saber que había huelga de metro? ¡Por dios! ¡Llevamos más de una hora aquí sin que haya pasado ni un puñetero tren!

El dolor de estómago era ya insoslayable. Y Griffin se dio cuenta de que era el miedo lo que anudaba sus entrañas. Miedo en estado puro.

Dudó por un momento, pero, casi sin darse cuenta, se encontró volviendo sobre sus pasos. En el hall de la estación se detuvo por un instante, incapaz de asimilar el nuevo paisaje. La taquilla había desaparecido, junto con las máquinas automáticas y las escaleras mecánicas. Las pesadas puertas de metal y cristal le parecieron papel liviano cuando las abrió de un empujón para salir corriendo de allí.

No dejó de correr hasta llegar a su casa. Ni cuando comprobó que manzanas enteras del barrio, que sólo quince minutos antes estaban allí, habían desaparecido; ni cuando descubrió que el quiosco de periódicos y el quiosquero habían sido sustituidos por la más absoluta nada.


Ya no era sólo miedo, el fragor del pánico le pulsaba en los oídos cuando encendió la televisión para buscar con ansia un canal de noticias. Pero ninguna imagen llenó la enorme pantalla de plasma. La radio, ¡maldita sea!, también estaba muerta. ¡El móvil! ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Llamó a Julián, él siempre descolgaba con el primer tono, pero esta vez el teléfono sonó y sonó sin que hubiera respuesta alguna.

Miró a su alrededor con desesperación. Empezaba a notarse mareado e incapaz de cualquier pensamiento coherente. Vio el portátil sobre la mesa del despacho y se lanzó a por él. Temblando, aguardó mientras recorrían la pantalla los habituales e incomprensibles símbolos que preceden a su conexión. ¡Funcionaba!

Griffin se sintió aliviado, durante un segundo, el que tardó en darse cuenta de que sus manos casi no tenían el empuje necesario para clickar sobre el icono del Mozilla y esperar a que se abriera la página de inicio.

Seguro que en Google descubría lo que estaba sucediendo. El buscador tenía que saber por qué el mundo parecía estar desapareciendo poco a poco. Él lo sabe todo. Y si algo no está en Google es que no existe.

Tecleó a borbotones en la caja de búsqueda y le dio a enter.

En blanco.

--¡Pero…!

Cambió los parámetros de búsqueda y volvió a darle a la tecla de enter.

En blanco.

--¡No es posible!

Escribió entonces la primera palabra que se le ocurrió, pero la pantalla seguía apareciendo en blanco.

Griffin tecleó su nombre, el de su empresa, el de su banco, el de todos los partidos políticos del país, pero el resultado seguía siendo la misma siniestra página en blanco.

El terror lo dejó paralizado. Aquello no podía estar pasando. Google no podía haber dejado de funcionar. ¡Era una catástrofe! ¡Un cataclismo mundial!

Se le ocurrió una última y desesperada idea.

Escribió sexo y buscó.

Una vez lo había hecho, por curiosidad, y el buscador había encontrado 95 millones y medio de entradas en 0,39 segundos.

Pero esta vez, Google sólo le ofreció una nueva pantalla en blanco.

El fin del mundo había llegado.




Imagen: Gran Vía, de Antonio López






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